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Hay algo peor que una mala película y es una película que tiene todos los ingredientes para ser buena y, pese a eso, no lo consigue ser.

Cuando al ir a preparar la receta mágica del éxito te encuentras que tienes:

A Russell Crowe interpretando magistralmente a Jor-El, el padre biológico del protagonista.

A Kevin Costner haciendo más de lo mismo en el papel de Jonathan Kent.

A un menos conocido pero no falto de talento Henry Cavill encajando como un guante en el traje de Superman.

Una historia con la magia implícita de tratar sobre el super héroe por antonomasia.

Hans Zimmer, ese genio, encargado de ambientar musicalmente la obra.

Zack Snyder, el hombre que revolucionó el cine de acción con su recreación de la batalla de las Termópilas en 300, como director y a Christopher Nolan, que nos regaló a todos esa maravilla cinematográfica en forma de trilogía sobre Batman, como productor.

Y aún con todo esto, El Hombre de Acero (Man of Steel) decepciona.

¿Por qué?

La respuesta es sencilla: porque a la película le sobran cerca de 50 minutos de metraje. Nada más. Nada menos. Snyder se pierde en demasiadas ocasiones en una orgía de explosiones descomunales e imágenes impactantes y te obliga a desconectar de lo que verdaderamente importa: el dilema moral del héroe.

Porque al igual que en el Caballero Oscuro, en Man of Steel, aunque enterrado entre escombros de edificios hechos por ordenador, aparece titubeando el proceso de maduración que sufre el joven Clark. Os recomiendo enérgicamente que os leáis de cabo a rabo el artículo que publicaba Pedro Torrijos en JotDown.es titulado «Superman y la necesidad de la fe». 

Superman, el superhéroe, es mucho más que kilos de músculo y la capacidad de volar. Es un ser extraño en un mundo que le es ajeno. Rodeado de gente con la que no comparte herencia. Que lo aborrece, que le teme, que le envidia, que le odia. Y que pese a todo, él se empeña en salvar.

Un Jesucristo, salvando las obvias distancias, en forma de ser divino llegado de los cielos.

Toda esa lucha interna, esa indecisión, esa pérdida de identidad, aparece magistralmente en varias escenas de la película de Snyder. Luego ya llegan los malos y se dedican a destruir cosas sin parar. Minutos y minutos que no aportan nada a la historia, que se recrean en la capacidad técnica de los estudios gráficos pero que no añaden matices al protagonista en su camino hacia convertirse en la luz que guíe a la humanidad. 

Por eso el sabor que me ha dejado esta película es a partes iguales de tristeza y de esperanza.

Tristeza por percibir que podría haberse convertido en una grandísima película de no ser por el guión y, al menos desde mi punto de vista, por una errónea selección del villano de esta primera entrega.

Esperanza porque pese a todo hay tiempo para rectificar. Batman Begins no fue ni de lejos un exitazo ni la mejor de las tres películas de Nolan. Confiemos en que lo que esté por llegar en lo que al kriptoniano más famoso de los cómics se refiere supere a esta primera entrega.