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Esto no es una vida feliz

Cuando en 1928, el belga René Magritte comenzó su serie de cuadros bajo el título de «La traición de las imágenes» poco podía prever lo relevante e interesante que podía ser su mensaje noventa años después. 

De entre esa serie de cuadros, el más famoso es el que lleva el texto «Ceci n’est pas une pipe» (Esto no es una pipa) junto con la imagen de lo que, a todas luces, parece ser una pipa.

La traición de las imágenes de René Magritte

La intención del artista era mostrar la diferencia entre la representación gráfica de un objeto y el objeto en sí mismo y cómo dicha representación podría llevarnos a engaño.

Magritte y las redes sociales

Las redes sociales nacieron con un firme objetivo: interconectar a los ciudadanos del mundo mediante una plataforma que les permitiera comunicarse e intercambiar información. Sin embargo, tras años de constante evolución e integración nuestra vida diaria, su uso parece haber trascendido el propósito inicial. 

Ahora, plataformas como Facebook, Twitter o Instagram forman parte de una rutina diaria, son medio de comunicación, sistema de negocio, y, lo que resulta preocupante, fuente de infinidad de trastornos. 

Volviendo a Magritte, la clave de su cuadro reside en la interpretación. Todos los seres humanos interpretamos: disponemos de una serie de sentidos que nos conectan con el mundo real y, una vez obtenemos la información de éste, la evaluamos y actuamos en consecuencia. 

En esa interpretación nuestro cerebro puede proyectar sus experiencias, sus necesidades, sus miedos o sus intenciones y acortar la interpretación mediante atajos. En general, el mecanismo funciona bien porque nos ahorra esfuerzo cognitivo.

En cambio, con las redes sociales funciona rematadamente mal. 

En esta era de culto a la imagen, donde ese capitalismo con piel de cordero ha entrado silenciosa y definitivamente en nuestras vidas, la felicidad se ha convertido en un producto más.

Un producto que se puede comprar, que se puede vender y que, por descontado, se puede mostrar maquillado con cientos de filtros. 

Así, mediante esas redes sociales que buscaban acercar la cotidianidad a nuestras casas, hemos erigido monumentos a dioses malditos: a vidas felices momentáneas, a sonrisas estáticas, a miles de instantes capturados con la única e imperiosa necesidad de ser compartidos con el resto. 

¿Y por qué?

Concibo un doble objetivo en esta nueva forma de vida. En esta nueva necesidad de capturarlo todo para poder publicarlo en una plataforma virtual. El primero, evidente por fundamental, es que sirve de alimento para nuestro ego enfermo. Crecimos anestesiados por una cultura que orbita entorno a vidas de anuncio y nos hemos convencido de lo necesario de formar parte del cuadro. La única forma de demostrarnos que es así es haciendo que nuestro grupo social de referencia lo crea. De ahí esa necesidad de que nuestra foto, nuestro vídeo, nuestro «momento», reciba miles de visitas, cientos de «likes». Buscamos la aprobación del resto. Que nos digan, aunque sea indirectamente, que sí, que es verdad, que somos verdaderamente felices.

El otro es consecuencia del primero. Consideramos esa visión reducida de la vida de los demás como único elemento interpretativo de sus vidas. Ya no nos interesan sus historias, ya no resulta tan atrayente una tarde tomando un café y resolviendo los problemas del mundo, las experiencias ya no son algo que se experimente. Ahora todo se consume y, como buenos voyeurs de la felicidad ajena, devoramos el producto que otros nos pretenden vender.

Lo hacemos porque lo empleamos como regla sobre la que medir nuestra propia felicidad. Y en ese juego con el que le hacemos trampas a nuestro cerebro, comenzamos a vivir la vida a través de los demás.

Esto no es una vida feliz

Porque no lo es. 

Porque lo que son esas cientos de miles de fotografías de personas disfrutando de sus mejores vacaciones, sus momentos únicos e inolvidables una y otra vez, sus historias irrepetibles, no son vidas felices.

Son una pipa dibujada en forma de sonrisa y momento único y un mensaje que debería retumbarnos en la cabeza cada vez que las vemos: «ce n’est pas une vie heureuse»

Esto no es una vida feliz.

Esto no es una pipa

Esto no es una pipa.

Así reza el título de este cuadro del pintor surrealista René Magritte [Wikipedia.es]. Lo realmente interesante de esta imagen es su significado. Obviamente la mayoría de nosotros, antes de leer el texto, vemos claramente una pipa.

Sin embargo, si nos paramos un momento a pensar un poco más, llegaremos a la conclusión de que en realidad lo que vemos no es una pipa, sino una representación de ella. En verdad son miles de píxeles en nuestro ordenador que reproducen algo que se asemeja a lo que en nuestro cerebro es una pipa y, automáticamente, asignamos esa referencia a lo que estamos viendo. Pero esta imagen no se puede tocar, no se puede fumar, no se puede oler. No es, en definitiva, una pipa.

Más allá de las connotaciones psicológicas desde el punto de vista semántico de las representaciones icónicas, lo que me interesa extraer de esta imagen es su analogía con las actuales formas de interacción social a través de las redes.

Pese a que en muchos casos resulta evidente la distancia que hay entre lo que vemos publicado y lo que realmente sucede (más si cabe en personas de nuestro entorno más cercano), la sociedad parece moverse hacia interacciones basadas en representaciones de la realidad más que en la realidad propiamente dicha.

La necesidad de mostrar al mundo una imagen de bienestar

La necesidad de mostrar al mundo una imagen de bienestar por encima del propio bienestar.

Así nos preocupamos de mostrar una imagen social que se relacione con situaciones de bienestar (ya sea económico, de salud, de estatus, de belleza, etc.) alejándonos del fin en si mismo: el propio bienestar. Aunque resulte terriblemente paradójico, las redes sociales están alimentando ese enfoque hacia la manipulación de la realidad, en lugar de sentar las bases de una comunicación ubicua y potenciar las relaciones de proximidad. Y además se trata de una comunicación en los dos sentidos que se realimenta: el que visualiza el contenido forma parte activamente de este juego de marionetas fomentando y reforzando estas actitudes cuando interactúa con el emisor.

Es complicado predecir cuál será el futuro de estas redes sociales que giran entorno al culto a la imagen. Lo que es innegable es la influencia negativa que pueden llegar a tener, tanto para el creador de los contenidos, que siente la necesidad imperiosa de transformar su realidad para vender una imagen de éxito, convirtiéndose así en un yonki de la aceptación social y poniendo su felicidad en manos de miles de desconocidos, como para el receptor, que en sus anhelos por parecerse al emisor, sufrirá de la frustración por considerar su realidad alejada de lo que le vende la imagen manipulada que está viendo.

La imagen completa

Los seres humanos tienden a tener lo que se conoce como comportamiento negativista. Es decir, estamos diseñados para darle más importancia a los pensamientos, emociones o experiencias negativas que a las positivas. Esta tendencia puede ser debida a una estrategia evolutiva que buscaba un mecanismo de defensa y protección. Sea como fuere, la realidad es que si somos capaces de evaluar nuestras experiencias de una forma menos parcial, dar un paso hacia atrás para analizarlas, en especial las negativas, nos puede ayudar a entenderlas. Ver la imagen completa suele concebirse como una forma sabia de vivir.

Imagina por un momento que tienes la cara pegada a la pantalla de una televisión y que todo lo que puedes ver es un montón de colores mezclados. Es imposible que sigas ningún programa de televisión. De hecho, ni siquiera podrías decir qué se está emitiendo en esos momentos. Toda tu experiencia es simplemente un conjunto de colores cambiando. Pero en el momento que das un paso hacia atrás eres capaz de ver toda la pantalla  y puedes empezar a entender qué está sucediendo. Cuando estabas demasiado cerca podías llegar a pensar que la pantalla era la única cosa en la habitación. En el momento en el que das ese paso hacia atrás comienzas a darte cuenta de que existen otros elementos: muebles, otras personas, una ventana. Estás siendo capaz de ver la imagen completa.

De lo que se trata, en definitiva, es de permitir a tu cerebro analizar todo lo que te rodea, en especial aquello que pasa por tu cabeza, sin la necesidad de acercarte tanto a ello que termines cegándote, sin juzgarlo y siendo incapaz de entender lo que te sucede.