Blog personal de Sergio Madrigal donde encontrar textos sobre ciencia y tecnología, psicología, cine y literatura y quizá alguna cosita más.

Etiqueta: Crítica (página 1 de 8)

Crítica: La Sociedad de la Nieve

Hay muchas formas de hacer cine y todas y cada una de ellas tienen de alguna forma cabida en la gran pantalla.

J.A. Bayona es de esos directores que no hacen un tipo de cine, sino que hacen Cine, como concepto: único y sin especificar.

En su nueva producción, La Sociedad de la Nieve, podemos disfrutar de ese Cine. Una película que combina emoción, drama y personajes en una trágica epopeya basada en hechos reales.

Una misma historia, dos formas de contarla

¡Viven! (1993) alcanzó la fama en su momento por contarnos la dramática crónica de aquel accidente aéreo en los Andes, de las dificultades a las que se tuvieron que enfrentar los supervivientes para lograrlo. Es una grandísima película.

¿Qué sentido tiene hacer una nueva versión de la historia?

Pues porque si bien ¡Viven! se centra en el qué y el cómo de lo sucedido: en qué pasó y en cómo sobrevivieron (haciendo especial hincapié, aunque con elegancia, en ciertos elementos clave de su supervivencia), en La Sociedad de la Nieve, Bayona explora el por qué.

Toda la película transita en el bosque de emociones de los supervivientes, a veces en forma de susurros y otras veces convertidas en gritos, pero siempre buscando la humanidad de cada individuo: tanto de aquellos que salieron vivos de aquel trance, como de quienes se quedaron en el camino.

No son números de un desastre, no hay personajes más protagonistas que otros. Hay personas, cada una de ellas individualmente, representando un universo propio.

Una factura al alcance de pocos

Para poder contar en condiciones los hechos y dotar al conjunto de verosimilitud, J.A. Bayona se rodea de todo lo necesario: una fotografía impoluta, unos actores a la altura de las circunstancias, banda sonora, efectos, que hacen del conjunto una pieza para el deleite (y el esperado sufrimiento) del espectador.

Pero, por encima de todo, está la forma de contar. Porque te puedes rodear del mejor equipo y aún así, para que una película trascienda, necesitas saber contar su historia de tal manera que traspase la pantalla.

La Sociedad de la Nieve lo consigue prácticamente desde el primer minuto, absorbiendo la atención del espectador hasta su escena final.

Una oda a la amistad en medio de los límites de la supervivencia. Un cuento acerca de la bondad humana, del vínculo entre personas, de la vida y de la muerte como elementos antagónicos pero inseparables.

Es una maravillosa, tanto en lo trágico como en lo virtuoso, historia.

Nota: 7/10

Crítica: Guardianes de la Galaxia Vol. 3

Guardianes de la Galaxia es, probablemente, una de las sagas más interesantes de todo el universo Marvel.

Su primera entrega trajo una forma diferente de abordar las películas de superhéroes y abrió el MCU1 a muchos espectadores.

Una de las claves de su éxito fue la ausencia de peajes en su historia, lo que le permitió explorar mucho más que títulos más importantes en la franquicia.

Su tono gamberro y desenfadado funcionó y mostró una forma de abordar sus aventuras con un equilibrio entre humor, épica y acción.

Es en ese éxito inesperado donde aparece Guardianes de la Galaxia vol.2, en la que, en un intento de integrarla en el arco argumental, obliga a la historia a caminar por las rígidas guías del canon del universo de Marvel. Y es en esas guías donde fracasa estrepitosamente.

Poco es salvable de esa segunda película, que aboga por cumplir todos los errores de los que carecía su predecesora. Y, lo que es más importante, prueba que las fórmulas del éxito moderno no son matemáticas.

Buena muestra es que Thor: Ragnarok, se alza con un éxito inusitado replicando la idea de Guardianes de la Galaxia Vol.1 y haciéndolo con un personaje nuclear del MCU.

Como se dice, el veneno está en la dosis y Marvel iba a inyectarse su propia sentencia de muerte.

El desolador Multiverso.

La saga del Infinito termina con dos de las mejores películas del universo Marvel: Infinity War y Endgame. Y con ellas, algunos de los personajes más carismáticos ceden su lugar a nueva hornada de héroes.

Marvel consideró entonces que esta especie de nueva generación podría repetir el éxito de Guardianes de la Galaxia vol.1.

Se equivocó.

Tal vez tocase fondo con Thor: Love and Thunder, pero entregas como Eternals o Doctor Strange, el Multiverso de la Locura, fueron también pruebas fallidas.

Y, lo que es peor, no se percibía signo de mejora.

Marvel se reconcilia con el espectador

Y llegamos a lo que se considera el inicio de la Fase 5, Ant-Man y la Avispa: Quantumania. Un pequeño rayo de esperanza. Una película lejos del nivel de las primeras, pero que recuperaba cierta entereza. Había esperanza.

Pero bien podía ser flor de un día, o quizá las bajas expectativas ante un personaje tan menor como Ant-Man podían sesgar el juicio de la película.

Guardianes de la Galaxia, vol.3 era el todo o nada de Marvel: última película de los Guardianes, última película de James Gunn, que se marcha a trabajar para DC, última bala del MCU.

Y entonces aparece esta pequeña obra maestra.

Gunn vuelve a olvidarse del corsé y cae en la cuenta de que no le debe nada a nadie, sacándose de la chistera una historia que te recuerda por qué disfrutas tanto de una buena película

Guardianes de la galaxia, vol.3 lo tiene todo: unos personajes carismáticos, una trama simple pero tremendamente efectiva, una construcción que nace desde lo visceral y que maneja a su antojo las emociones del espectador y una banda sonora que no suma, multiplica.

Este es el cierre que la saga se merecía, el camino que debe seguir el resto del MCU en esta nueva fase para reencontrarse con el espectador. Aunque vivamos en la época de la producción en cadena, las películas siguen necesitando tener alma.

James Gunn encuentra de nuevo la fórmula, arregla los números y el resultado es tener en 2023 una verdadera película de aventuras espaciales que te hace reír, te hace llorar, te hace gritar y te hace sentir.

Yo cuando voy al cine, poco más puedo pedir.

Nota: 8/10

I Universo Cinematográfico de Marvel (MCU por sus siglas en inglés)

Crítica – Los anillos de Poder (2022)

Vaya por delante que soy un absoluto y perdido enamorado de todo lo que rodea a JRR Tolkien y, por tanto, mi capacidad de juicio sobre cualquier historia que adapte su legendarium se ve condicionada.

No soy, si os pudiera preocupar, uno de esos puristas trastornados que se autoproclaman defensores a ultranza del legado del escritor inglés y claman por cualquier variación, por mínima que sea, de su interpretación de la literatura de Tolkien.

La expectación

Los Anillos de Poder (2022, Amazon Prime) es la primera gran producción tras las 6 películas que Peter Jackson realizó, con dispar factura, entre 2001 y 2014.

Había muchísimas ganas de ver lo que un gigante como Amazon, con tanto billete listo para ser quemado, podía hacer con una historia que ya por aquel entonces no se sabía muy bien dónde iba a encuadrar.

Los herederos y dueños de los derechos de las novelas de Tolkien habían cedido una parte muy reducida de estos derechos para realizar una serie basada en la obra.

Este punto es de vital importancia, puesto que la serie sucede en un periodo para el que no hay ninguna novela como tal, sino que bebe de referencias de los textos de Tolkien.

Unos inicios titubeantes

Así que con esta premisa la serie inició su andadura con unos primeros capítulos de presentación de personajes. El comienzo siempre es complejo y no siempre se logra encontrar el equilibrio entre un relato dinámico y contar todo lo necesario para sentar las bases de lo que sucederá.

Estos primeros episodios ya muestran una clara distancia con sus predecesoras: aunque tratan de mantener una fotografía muy similar, se alejan, con o sin intención, de la épica que tenían las películas de Jackson.

Unos personajes dispares

Aquí llega el primer gran desafío al que se enfrenta la serie: la credibilidad de sus personajes. La historia, de la que hablaré más adelante, necesita sustentarse en unos personajes capaces de hacérnosla creíble.

Los Anillos de Poder lo consigue, pero no siempre. Apuntan maneras personajes como la Dama Galadriel, o el Señor Elrond: muy diferentes a los escogidos en su día para las películas, pero con el carisma necesario para representar el papel de Altos Elfos de la Tierra Media.

Siguiendo con los aciertos, la elección de Durin IV es otro de ellos: su relación con Elrond, que revive en nuestra memoria la maravillosa amistad entre Legolas y Gimli, parte como uno de los pilares de esta primera temporada.

Y, cómo no, Adar, un personaje tremendamente misterioso con una potencia brutal a lo largo de los distintos capítulos en los que aparece.

Del resto, algunos pasan más desapercibidos que otros, y algunos van a necesitar mucho para llegar a algún sitio (a Isildur van a tener que ponerle las pilas) y otros han sido elegidos con bastante poco tino: mención especial para Celebrimbor.

Una historia que gana fuerza hacia el final

Y, por fin, llegamos al relato. ¿Qué sería de cualquier aventura sin las palabras que nos la relatan? Los Anillos de Poder es la historia de la búsqueda de poder, de la salvación y de amistades y de engaño.

“En aquellos anillos residía el poder y la voluntad para gobernar a cada raza. Pero todos ellos fueron engañados… pues otro anillo más fue forjado… en la tierra de Mordor…”

Así iniciaba Galadriel en La Comunidad del Anillo el relato de la leyenda alrededor del Anillo Único.

Como ya he dicho, la primera parte de esta primera temporada hace el difícil trabajo de presentarnos a los personajes, aderezando algunos de la mística de lo desconocido.

Y quizá el abuso de ese ilusionismo le puede terminar pasando factura.

Pero volviendo a la narrativa, la historia crece a lo largo de los 8 episodios hasta un clímax que nos propone un futuro interesante y atractivo.

Los personajes crecen con el devenir de los acontecimientos y algunos ya parecen decididos a anidar en nuestra retina como lo hicieran los Aragorn, Frodo, Arwen, Legolas o Gimli.

Confiemos en que la serie siga el camino de crecimiento iniciado y nos regalen más momentos tan sumamente épicos como el del Istari o la llegada a Númenor.

Nota: 7/10

Reseña: En la arena estelar – Isaac Asimov

Ser fan absoluto de un determinado escritor no debe ser un obstáculo para observar su obra con espíritu crítico. Es saludable reconocer aquellas propuestas que no cumplen lo esperado o que se quedan lejos de lo que uno está acostumbrado.

El genio inconfundible de Isaac Asimov parece tener ligado uno de los más grandes estándares de calidad en sus novelas de ciencia ficción. Sucede que, a veces, y solo muy a veces, esos estándares pueden no terminar de alcanzarse.

Así pasa en «En la arena estelar», la primera de las precuelas de la Fundación que Asimov escribe el mismo año que la primera de las novelas de la trilogía, pero que se queda orbitando a años luz de ésta.

Se atisban lo que suelen ser las características que definen las novelas de Asimov: tecnología, personajes con potencia narrativa, estructura y giros en la narración. Pero todo es superficial, todo se queda en un quiero y no puedo, en un intento por llegar a algún sitio que, a la postre, no existe.

Una historia endeble con unos personajes predecibles

Biron Farrell es un joven que acude a la Tierra en busca de información. Un intento de asesinato desencadena una reacción de situaciones que le llevarán a diferentes mundos, participar o ser espectador de altas traiciones y de manipulaciones políticas mientras el segundero de un reloj consume los últimos instantes de su huída hacia adelante.

Sin embargo, pese a esta buena premisa, todo es predecible: los personajes, tanto el propio Biron como Artemisa oth Hiniriad, heredera al trono de uno de los planetas más importantes de la galaxia, son moldes tan prototípicos que conoces su desarrollo y desenlace casi desde el momento en el que te los presentan.

No siempre se gana

Toda la historia hace aguas por su excesiva simplicidad. Incluso el final, gran arma de Asimov en casi toda su extensa bibliografía, se diluye como un triste azucarillo en un vaso de agua a medio llenar: acabas, aceptas la derrota casi por primera vez, y confías en que la siguiente novela reconstruya este desastre.

Nota: 5 / 10.

Crítica: Tenet (2020)

La fascinación que surge alrededor de una creación humana suele estar relacionada con la importancia que tiene en nuestra vida.

El tiempo es un elemento nuclear de nuestra realidad: desde que el hombre es hombre, el tiempo ha existido con él.

Tenet como historia.

Tenet de Christopher Nolan es el enésimo ejercicio de fascinación por el tiempo. Su esencia, como película y como relato, reside en deshacerse casi por completo de las cuerdas que sostienen nuestra concepción temporal y hacerlo sin que por ello la historia pierda credibilidad.

Tenet es una historia de espías, muy al estilo de James Bond o Misión Imposible, pero con un trasfondo filosófico y conceptual tan complejo que hace que la película se retuerza entre dos frentes. Por un lado el relato mil veces contado: el espionaje, la lucha héroe – villano, salvar al mundo. Por otro, la propuesta filosófica inherente: soltarnos sin paracaídas a una realidad donde el tiempo deja de ser el tiempo que conocemos.

Esta dualidad entre lo mil veces contado y la idea novedosa hace de Tenet una historia interesante, divertida y atrayente para el espectador.

Tenet como película

A nivel cinematográfico, Tenet es, una vez más, un regalo de Nolan a la superproducción con sus tres elementos fundamentales por todo lo alto:

Grandes actores representando grandes papeles.

John David Washington como protagonista junto con un extremadamente interesante Robert Pattinson como acompañante. Ambos sostienen toda la tensión narrativa con fuerza y empeño y logran que la película no pierda dinamismo. Si hubiera que ponerle algún pero, Kenneth Branagh es quizá el que, sorprendentemente, más hace cojear al reparto.

Una enorme banda sonora.

Nolan prescinde en Tenet de su talismán Hans Zimmer (que anda entretenido trabajando para Dune). Su sustituto, Ludwig Göransson, demuestra unas dotes inmejorables para el blockbuster con una banda sonora a la altura del peliculón que es Tenet.

Una historia contada con el mimo por el detalle.

Christopher Nolan es esto, una producción de proporciones descomunales con detalles en muchos aspectos que demuestran que detrás hay trabajo y mucho estudio. Cuando vas a ver una de sus películas pagas, precisamente, por algo así. Por eso Origen, Memento o Interestelar son tan rematadamente buenas. Por eso Tenet se suma a la lista de sus grandes obras.

Tenet como concepto

Si por algo Nolan es famoso es por rodar películas con cierta complejidad narrativa que obligan al espectador a hacer ejercicios de comprensión, primero, y de reflexión, después.

La comprensión, en Tenet, se complica algo más que en sus predecesoras como Origen o Interestelar: aquí la historia se va desarrollando como en una especie de Matrioska de relatos para que sea al final cuando todo cobre un sentido último y global.

La reflexión posterior es tremendamente interesante: la percepción subjetiva del tiempo, romper con las normas que nos sujetan a la linealidad temporal o aceptar otras perspectivas acerca de algo que siempre hemos considerado que se comporta de igual manera, desde los inicios de nuestra historia.

Romper con las normas impuestas por nosotros mismos cuando creamos un abstracto como el tiempo nos conduce a situaciones llenas de paradojas y de contradicciones.

De esas paradojas suelen surgir nuevos pensamientos que abordan los problemas actuales con ópticas distintas y así, el ser humano, en conjunto, progresa al siguiente estadio de su evolución.

La historia detrás de Tenet bien puede considerarse un ejercicio para profundizar en esa línea de pensamiento. Para enfrentarnos con nuestras contradicciones y entender que todavía estamos lejos de comprender nada.

Y, al mismo tiempo, aceptar que es el proceso de comprensión lo que nos hace avanzar, lo que nos obliga a replantearnos todo una vez más con la esperanza de ver algo distinto en este nuevo intento.

Nota: 9/10

Crítica: Upgrade (2018)

Llevo años diciendo que no me gustan géneros determinados: no soy un amante apasionado de la ciencia ficción que aborrece hasta la médula cualquier película romántica.

A mí lo que me enamora perdidamente del cine es que sea cual sea la propuesta, sobre el tema que sea, haga que me emocione de alguna manera.

Por eso puedo decirte que Upgrade (2018), te guste o no la ciencia ficción, es una película que te va a hacer pensar y que vas a disfrutar de principio a fin.

Recogiendo un poco el testigo, aunque muy someramente, que dejó Ex Machina, Upgrade es una película futurista de las que muchos califican de Serie B, pero que hace gala de una estupenda producción y un acabado, en líneas generales, impecable.

Plantea premisas muy similares a las que pudimos ver en la obra de Garland, teniendo un desarrollo igual de coherente y obligándote a racionalizar lo que la pantalla te plantea. Ese ejercicio de racionalización es lo que lleva al espectador a considerar como plausible aquello que está viendo.

Y es que una de las características críticas en toda cinta de ciencia ficción que se precie es que el índice de plausibilidad sea elevado. Esto no es más que, tú, como espectador, dejes un margen de credibilidad a lo que la narración te propone. Si ese margen falla, por mucho efecto especial y actuación inolvidable que tenga la película, su argumento se deshace a cada minuto hasta hundirse irremediablemente en un mar contradicciones.

Upgrade es, precisamente, todo lo contrario. Su desarrollo lleva al espectador a aceptar un acuerdo por el que muchas de las cosas que se esbozan, lejos de ser increíbles, las termina considerando probables en los próximos años.

Esa cercanía con la realidad, esa proximidad presente – futuro, es lo que le permite a su director, Leigh Whannell asentar su historia entorno a las ya más que conocidas dudas acerca de la Inteligencia Artificial y la nanotecnología. Dudas que ya a día de hoy los grandes científicos y filósofos tienen sobre la mesa.

Si hay que ponerle peros a esta estupenda propuesta cinematográfica, estos están bastante relacionados con su linealidad argumental y con su aparente previsibilidad. Podría haber más riesgo, como sí lo hubo en Ex Machina, podría haber profundizado algo más en los desafíos éticos que la llegada de la IA planteará a la humanidad.

Por eso se queda un escalón por detrás de la maravilla de Garland.

Pero, pese a eso, sigue siendo una más que interesante forma de disfrutar del buen cine.

Nota: 8/10

Crítica: Joker (2019)

Cuando en El Caballero Oscuro, Bruce Wayne le pregunta a Alfred acerca de los motivos detrás de un absurdo comportamiento de unos criminales en Burma, el mayordomo le contesta con la mítica frase: “Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder”

Joker (Todd Phillips, 2019) narra magistralmente lo que esconde detrás esa sinrazón. Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder porque el mundo se encargó de prenderles fuego a ellos primero. Y en un mundo donde ya nada tiene valor, el fuego es lo único que queda.  

Joaquim Phoenix se marca una de las mejores interpretaciones que recuerde haber visto en la gran pantalla, alzándose como un sucesor a la altura del desaparecido Heath Ledger y elevando al personaje del Joker a los altares de la cinematografía.

La película es una deliciosa receta de lo que se necesita para construir a un supervillano. En una sociedad que se ha olvidado a los más vulnerables, Arthur Fleck, quien posteriormente terminará siendo el mayor de los enemigos de Batman, va cocinando a fuego lento una suerte de empatía con el espectador. Él es la víctima de un sistema podrido desde la raíz de su concepción y es, precisamente, en él, donde confluyen todas las miserias de nuestro tiempo.

De esta forma se desarrolla un vínculo estrecho pero incómodo en el espectador, que aprieta los puños al ver como la justicia impuesta mediante la violencia da respuesta a sus necesidades más animales, pero que, al mismo tiempo, se aleja de lo socialmente aceptado y lo coloca en una posición éticamente reprobable.

Uno comprende al Joker, llega a sentirse cómo él, pero el Joker está loco. Tiene esa clase de locura plagada de contradicciones, de ilusiones rotas y de mundos imaginarios. Un psicópata sanguinario que se cansó de anhelar ser aceptado. Pero que guarda, en algún lugar de su interior, su capacidad de sentir y de emocionarse.  

No somos él. No queremos ser él. Pero hay algo de él que nos atrae, que nos fascina.

Al Joker lo creamos nosotros, como grupo social. Él solo representa la suma de todos nuestros impulsos salvajes por tumbar un sistema que sobrevive devorando la poca humanidad que nos queda. Un sistema que se esfuerza en sacar de la ecuación humana la variable de la imperfección, de la diferencia. Como bien escribe el propio Arthur en su diario: “la peor parte de tener una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieras”.

Esa dicotomía de víctima y verdugo lo convierte en el villano perfecto.

Él es nuestro lado menos humano.

Pero en él reside nuestra esperanza por cambiar el mundo.

Que ya lo dice Frank Sinatra…

I said, that’s life (that’s life) and as funny as it may seem
Some people get their kicks
Stompin’ on a dream
But I don’t let it, let it get me down
‘Cause this fine old world it keeps spinnin’ around

Nota: 9/10

El adiós de Juego de Tronos

Es el tema de conversación en muchas reuniones de amigos, en muchas cafeterías. También en largas peroratas en Twitter aderezadas con los típicos debates sine die. Cientos de artículos analizan una y otra vez contenido y continente exprimiendo hasta la última gota evaluable.

El caso es que en unas horas Juego de Tronos, la serie, el trasatlántico insumergible que abanderaba la oferta de contenidos de la plataforma HBO, transitará por sus últimos minutos.

El esperado final.

La conclusión de una historia que comenzó allá por un ya lejano 2011 con Eddard Stark, Señor de Invernalia, Guardián del Norte. Mucho ha llovido desde entonces, muchos se han ido y otros tantos han llegado.

Ocho años después, la epopeya ideada por Martin terminará su adaptación televisiva y más allá de las quejas, de defensores y detractores, me cuesta enormemente no sentir un poco de tristeza ante su despedida. Pese a que Gandalf decía aquello de que no todas las lágrimas son amargas, las de este adiós tienen el sabor del recuerdo inexistente. De lo que pudo llegar a ser, pero no quiso o no fue capaz.

Nunca fui un gran fan de la serie.

A diferencia de los libros, que me parecieron de un interés notable, la serie de televisión, sumida en un esfuerzo titánico de adaptar una saga de novelas de enormes proporciones, se quedó siempre en ese limbo extraño, intentando llegar a un punto que nunca existió.

Y, pese a todo, supo mantenerse erguida. Se defendió con uñas y con garras. Con fuego y sangre. Con actores que han dado la talla y con una producción técnica admirable en muchos momentos.

Si uno hace el ejercicio de desembarazarse de la pesada maldición que todo libro proyecta sobre su adaptación, Juego de Tronos es, en sí misma, una serie atrayente. Un baile ambientado en una pseudo-Edad Media, un juego de poder y traiciones, de amistad, amor y muerte, donde el espectador pasea por una delicada inestabilidad alimentada por el miedo que surge de alejarse de los cánones del género: ningún personaje es vital, ningún arco argumental parece destacar sobre el otro como sucede en otras historias. La imprescindibilidad del héroe se sustituye por lo temporal de la existencia. Toda pieza de este ajedrez de codicia y poder tiene un valor intrínseco y extrínseco por aparecer.

No existe una línea definida entre el bien y el mal porque la realidad del mundo nunca pudo definirse de esta forma y en esto, tanto serie como libro, ejercen un efecto intenso sobre el observador. La ansiedad ante lo desconocido emerge con una potencia que no tienen series de características parecidas, en las que los roles tienen un exceso de definición.

Y así, todos, personajes aparentemente principales y caracteres secundarios, juegan un papel ambiguo, difuso, que te obliga a hacer el esfuerzo de no aferrarte a ninguno de ellos. A dar por plausibles todas las posibilidades.

Hasta ahora.

En los últimos episodios, aunque todo esto comenzase a gestarse tiempo atrás, los guionistas (no sé si George RR Martin tiene alguna parte de culpa en esto), decidieron lanzar por la borda todas y cada una de las señas de identidad de Juego de Tronos, terminando por convertirlo en un Titanic a la deriva.

Y alejándose de su esencia se acercaron al fuego abrasador de lo común. De lo evidente. De lo mil veces visto.

El paradigma del héroe que se convierte en villano por el rechazo de la sociedad. Que en su propia miseria existencial decide tomar el camino que lo aleja de todo lo que una vez amó porque concibe que sólo a través del miedo podrá alcanzar aquello que siempre ha codiciado.

El maquiavélico villano que muere en medio de una epifanía donde pide perdón a sus dioses y a su verdadero amor por todos sus pecados y que se muestra en toda su debilidad ante la presencia de la muerte.

Los personajes secundarios que se mantienen en su rol de secundarios. Que aportan valor porque contribuyen al desarrollo de la historia pero que su presencia es desdeñable y en momentos hasta innecesaria.

En definitiva, Juego de Tronos ha pasado de ser una canción que cantarían los bardos hasta el final de los días, a convertirse en un triste cuento olvidado en la vieja estantería.

Poco se puede hacer ya. El final de esta historia aportará las dosis de costumbrismo y tradición que terminarán por enterrar del todo a una historia que quiso ser diferente. Quizá más humana, más trágica. Pero que, como Ícaro con sus alas, tal vez se acercó demasiado al sol de los estudios de Hollywood y a las garras del márketing superficial que gobierna hoy todo.

Y ningún giro final inesperado, ningún cambio de última hora, recuperará a este muerto viviente que apura sus últimos momentos de vida, porque ya se han encargado unos y otros de arrancarle de las entrañas aquello que una vez le hizo tener luz propia.

Crítica: Green book (2019)

Decía San Agustín de Hipona que “el buen hombre es libre, incluso si es un esclavo mientras que el hombre malvado es un esclavo, incluso si es un rey”.

Toda nuestra historia está plagada de ejemplos donde poder y moral transitan caminos opuestos, donde los desequilibrios que impone una sociedad injusta lastran las vidas de quienes padecen esas injusticias.

Cuando, con el devenir de los años, miramos hacia atrás con la óptica condescendiente de quien se cree que el progreso se da también en los valores humanos, nos llevamos las manos a la cabeza al observar las tropelías que cometimos con nuestros iguales. Y, en un ejercicio de hipocresía máxima, se nos olvida analizar las que hoy en día seguimos cometiendo.

Las justificamos con las excusas más peregrinas porque necesitamos indudablemente sentirnos cómodos en este equilibrio de realidad y engaño.

Green book (2019) es, paradójicamente, una oda a muchas de las virtudes del ser humano y, a la vez, una bofetada a nuestra supuesta superioridad moral.

Dirigida por Peter Farrelly, la película nos relata cómo se fraguó la relación de amistad entre Tony Lip, un matón italoamericano y Don Shirley, un grandísimo pianista negro, en plena década de los 60. Farrelly esboza la realidad del sur norteamericano de aquella época donde ser de raza negra equivalía a ser poco más que un animal, y nos pone en la piel de aquellos que, a pesar de sufrir la marginación y el desprecio de la sociedad, nunca perdieron su dignidad.

La química surge de forma innegable entre Viggo Mortensen, que interpreta de forma magistral al malhablado Lip, y el delicado y sutil Mahershala Ali, que da vida al virtuoso pianista. Una química que conecta directamente con las emociones del espectador, que le permite identificarse con ellos y que, al final, le obliga a hacer un ejercicio de reflexión.

Durante el viaje que realizan por todo el sur de aquellos no tan lejanos Estados Unidos, la relación entre ambos personajes crece al mismo tiempo que el choque cultural se hace patente y el blanco comienza a entender qué significa ser negro en una sociedad racista.

La película adolece de cierta tendencia al buenismo y a la dicotomía moral: los malos son muy malos, los buenos, aunque a veces no lo sepan, son muy buenos. La sociedad nunca fue así. Hay que aceptar esa licencia (entendamos que uno de los productores es el hijo del verdadero Tony Lip) si, a cambio, verla implica pensar que el racismo y la xenofobia nunca se fueron de nuestra sociedad.

Y es que, pese a estar ambientada hace 50 años, Green Book nos retrata actitudes, situaciones e incluso expresiones tristemente actuales.

No está de más caer en la cuenta de que si nos escandaliza que existiera un libro para poder viajar siendo negro por el sur de los democráticos y libres Estados Unidos de América, quizá sería buena idea dejar de alentar a quienes repiten esos mensajes de odio y desprecio a lo diferente escondidos tras los colores de una bandera.

Crítica: First Man (2018)

Miramos al cielo porque en las estrellas están las respuestas a todas las preguntas que alguna vez nos hicimos. Es nuestra esencia, la condición humana, la incestante búsqueda de respuestas. Retarnos con imposibles y al superarlos seguir buscando cimas más altas.

Hace más de cincuenta años el ser humano quiso tocar la Luna. Ese satélite misterioso, fuente inagotable de incontables mitos y creencias.

En medio de una vertiginosa guerra entre las dos grandes potencias de aquel tiempo, se libró una lucha entre dos gigantes que quisieron ser los primeros en acariciar con los dedos el astro blanco.

First Man (2018) es la historia de esa carrera por tocar los cielos. Contada desde la perspectiva de su protagonista, el astronauta Neil Armstrong, Damien Chazelle (Whiplash, La La Land) nos sumerge en un viaje a lo desconocido a bordo del Apolo 11 y sus predecesores.

Mucho más allá de ser otra típica película del espacio, First Man es una oda a los detalles, por pequeños e insignificantes que puedan llegar a parecernos, que nos convirtieron en los primeros colonizadores de la Luna. Detalles que convierten al ser humano en impredecible, en capaz de lo imposible. Detalles que humanizan al mito, que nos descubren al Armostrong persona, amigo, padre y marido.

Vivida en primera persona, la historia de la conquista de la Luna se nos relata con sus luces y sus sombras. Sus logros y sus pérdidas. Porque ese primer paso sobre la superficie lunar se consiguió a un coste altísimo. Y su éxito fue la suma de las mentes más brillantes de aquella época, un grupo de locos sin miedo a morir y buen puñado de suerte.

Claustrofóbica por momentos, intensa, íntima, capaz de arrancarte del asiento en sus escenas más tensas y, al mismo tiempo, llevarte al borde de la lágrima en otras.

Chazelle vuelve a dar con la tecla a la hora de contar su historia. De la mano de un perfecto Ryan Gosling que está destinado a recibir todos los premios posibles, de Claire Foy comiéndose la pantalla en cada encuadre y de un fantástico reparto de secundarios, First Man termina por convertirse en una película maravillosa que narra una aventura maravillosa.

Y por si fuera poco, Justin Hurwitz, que ya compuso la música de Whiplash y de La La Land, se saca de la chistera una de las mejores bandas sonoras que mi memoria puede recordar.

Sus dos horas y media me parecieron tan poco, que necesitaré volverla a ver unas cuantas veces más.

Nota: 9/10