El Blog de Sergio Madrigal

Blog personal de Sergio Madrigal donde encontrar textos sobre ciencia y tecnología, psicología, cine y literatura y quizá alguna cosita más.

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Reseña: Fragmentos de Honor (Lois McMaster Bujold)

La ciencia ficción es un género que ha ido adquiriendo madurez en un proceso lento y complejo. Lejos quedan las novelas de aventuras para un público más bien adolescente en las que las batallas en lejanas lunas de galaxias remotas eran el escenario donde sus protagonistas prototípicos hacían que el bien siempre venciera.

Fragmentos de Honor recoge la herencia de este tipo de historias y plantea una aventura con muchos matices superficiales, pero con un desarrollo más bien plano. Su autora, la estadounidense Lois McMaster Bujold, publicó esta obra en 1986 y es considerada el origen de su saga de Miles Vorkosigan.

Una historia sencilla que abre la puerta a una saga potencialmente interesante.

Cordelia Naismith, comandante de la Fuerza Expedicionaria de la Colonia Beta, protagoniza un trepidante inicio donde, de alguna forma, asienta con rapidez las bases del desarrollo de la novela. Poco tardará en aparecer Aral Vorkosigan, capitán de las fuerzas militares del planeta guerrero Barrayar. La relación entre ambos es el centro narrativo alrededor del que orbita toda la historia de Fragmentos de Honor.

Es una novela que adolece de los defectos de los primeros libros de toda saga: un desarrollo lento, un exceso de celo por presentar aquellos elementos que se suponen clave para la historia y poca profundidad en los personajes, pero a la que, sin embargo, sí que se le atisban rasgos propios de una saga que puede terminar siendo muy interesante.

En busca de lo simple como semilla de lo bueno

Esta primera novela nos muestra personajes y sociedades muy arquetípicas: planeta guerrero contra planeta desarrollado culturalmente, mujer inteligente y astuta frente al hombre-guerrero visceral pero sensible. Pese a todo ello, esa simpleza estructural puede ser una base sólida sobre la que asentar un desarrollo narrativo fuerte y que termine enganchando al lector.

Habrá que darle una oportunidad a su siguiente entrega: El aprendiz de guerrero.

Nota: 2.7 / 5

RE: Comenzar

En mi lista de propósitos anual he descubierto que hay dos grandes categorías de objetivos.

Por un lado están los propósitos temporales, las motivaciones que son flor de un día (o de un año), que nacen de circunstancias puntuales, modas, intereses que vienen y luego terminan yéndose. Estos propósitos duran lo que tarda en llegar el momento de volver a pensar en un nuevo año: ahí las circunstancias han cambiado, las modas pasajeras desaparecen, los intereses se redirigen o, sencillamente, dejan de interesar.

En el otro lado de la lista están los propósitos de siempre. Los que me han acompañado toda la vida y que, a pesar de representar en sí mismos la prueba de que «nunca llegaré a cumplirlos», siguen perpetuándose año tras año.

Entrecomillo lo de nunca llegaré a cumplirlos porque ahí está la clave. No se trata tanto de la cantidad de propósitos, ni siquiera de su dificultad aparente. Aquello que hay detrás de mi fracaso a la hora de cumplirlos es mi percepción de qué significa haberlo hecho, de cómo mido un objetivo cumplido.

En una mentalidad tan acostumbrada a un mundo binario como la mía, cuesta definir situaciones intermedias. Y en una realidad tan alejada de contextos polarizados, tan difícil de parametrizar entre el blanco y el negro, existen pocas cosas que puedan etiquetarse de esta forma.

Es en esa relación de complicado encaje donde mis propósitos anuales tratan de existir. Interviniendo en fechas señaladas, como ahora, para recordarme que no he dejado de querer las mismas cosas: saber más, llevar a cabo aquel proyecto que inicié hace dos años, dedicar más tiempo a lo que me apasiona (si alguna vez existió) y, en definitiva, acercarme algo a ese yo ideal que he tenido siempre en mi cabeza.

Este año volveré a hacer esa lista. Volveré a escribir todas esas cosas que me encantaría hacer y que no he sabido o no he podido terminar. Lo hago más por tradición que por su efectividad, que igual que las listas mágicas para cumplir objetivos o los 5 trucos que te harán más feliz, son una especie de Reyes Magos de la psicología. Existen solo de forma ilusoria en nuestra cabeza.

Lo que he aprendido tras todos estos años de propósitos fallidos es que, en su lento discurrir hacia el fracaso, han ido dejando en la cuneta muchos pequeños éxitos. Logros que pasan desapercibidos eclipsados por ese enorme menhir que son los objetivos estáticos, tan ambiguos, tan difíciles de categorizar. Y en cada uno de esos diminutos pasos hacia adelante, en definitiva, es donde me veo avanzando en el propósito más importante de mi vida: intentar cada año ser un poco más feliz.

De olvidos y poetas

Una mañana que estaba dibujando, se acercó uno de los presos y me preguntó:

– ¿Eres dibujante?

Le dije que no, que sólo era aficionado.

– A mi también me gusta. Éste es para mi Manolito.

Me mostró un dibujo. Era un niño con una cabra junto a un árbol.

Y se retiró. No hablamos más. Cuando pasaron unos minutos se acercó otro de los presos y me dijo:

– ¿Sabes quién es ese que ha estado contigo?

– No.

– Es Miguel Hernández, el poeta.

Yo le había conocido en alguna ocasión en que, junto a Rafael Alberti, había ido al frente de Somosierra a recitarnos poemas. Pero el Miguel Hernández que había conocido no tenía ningún parecido con este otro Miguel Hernández. Estaba hecho polvo, enfermo y destruido por las humillaciones y el sufrimiento.

Hoy se cumplen 109 años del nacimiento de Miguel Hernández, uno de los grandes poetas españoles que nos dio el pasado siglo. El extracto de texto es de Miguel Gila, probablemente el mejor humorista español del siglo XX. Dos Migueles, dos genios de lo suyo, unidos por el dolor y el sufrimiento que trajeron los años oscuros de la posguerra española.

A Miguel Hernández lo conocí, de verdad, cuando tuve que despedirme de alguien muy cercano a mí. Di, casi por casualidad, con uno de sus poemas. Cuando lees a Miguel Hernández por primera vez, como yo hice en aquella ocasión, entiendes por qué el arte es una construcción humana: su Elegía te acerca a la fragilidad de nuestra existencia y, al mismo tiempo, proyecta esperanza cuando habla del vínculo indisoluble entre la muerte y el amor. La magia del poeta de verdad está en esa capacidad de expresión por encima de lo humano, su destreza con las palabras, como las teclas y el pianista, como el pintor y sus pinceles. Es ese concepto de arte que eleva al hombre y lo acerca a sus propios dioses. Miguel Hernández era uno de los privilegiados dotados con la capacidad de hacer sentir a través de sus textos.

Ahora vienen muchos a hablarnos de olvido. De enterrar bajo las toneladas del desprecio que trae la desmemoria que a nuestra España le arrancaron las palabras, le cegaron la mirada al futuro, acallaron su música y le borraron sus risas. Fueron otros los que, durante muchos años, se encargaron de sepultar la ilusión de una España diferente.

Hoy dicen que ya pasó. Que ya fue. Que hacerlo ahora es sinónimo de revancha.

Pero a los Miguel Hernández, a los García Lorca, a los Alberti o Unamuno. Y a los miles de anónimos que la confrontación entre las Españas, el terror y la ingnominia de los cobardes, los alejó a miles de kilómetros de su tierra o para siempre de todo lo que un día quisieron…

A esos no los olvidaremos nunca.

Crítica: Joker (2019)

Cuando en El Caballero Oscuro, Bruce Wayne le pregunta a Alfred acerca de los motivos detrás de un absurdo comportamiento de unos criminales en Burma, el mayordomo le contesta con la mítica frase: “Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder”

Joker (Todd Phillips, 2019) narra magistralmente lo que esconde detrás esa sinrazón. Algunos hombres solo quieren ver el mundo arder porque el mundo se encargó de prenderles fuego a ellos primero. Y en un mundo donde ya nada tiene valor, el fuego es lo único que queda.  

Joaquim Phoenix se marca una de las mejores interpretaciones que recuerde haber visto en la gran pantalla, alzándose como un sucesor a la altura del desaparecido Heath Ledger y elevando al personaje del Joker a los altares de la cinematografía.

La película es una deliciosa receta de lo que se necesita para construir a un supervillano. En una sociedad que se ha olvidado a los más vulnerables, Arthur Fleck, quien posteriormente terminará siendo el mayor de los enemigos de Batman, va cocinando a fuego lento una suerte de empatía con el espectador. Él es la víctima de un sistema podrido desde la raíz de su concepción y es, precisamente, en él, donde confluyen todas las miserias de nuestro tiempo.

De esta forma se desarrolla un vínculo estrecho pero incómodo en el espectador, que aprieta los puños al ver como la justicia impuesta mediante la violencia da respuesta a sus necesidades más animales, pero que, al mismo tiempo, se aleja de lo socialmente aceptado y lo coloca en una posición éticamente reprobable.

Uno comprende al Joker, llega a sentirse cómo él, pero el Joker está loco. Tiene esa clase de locura plagada de contradicciones, de ilusiones rotas y de mundos imaginarios. Un psicópata sanguinario que se cansó de anhelar ser aceptado. Pero que guarda, en algún lugar de su interior, su capacidad de sentir y de emocionarse.  

No somos él. No queremos ser él. Pero hay algo de él que nos atrae, que nos fascina.

Al Joker lo creamos nosotros, como grupo social. Él solo representa la suma de todos nuestros impulsos salvajes por tumbar un sistema que sobrevive devorando la poca humanidad que nos queda. Un sistema que se esfuerza en sacar de la ecuación humana la variable de la imperfección, de la diferencia. Como bien escribe el propio Arthur en su diario: “la peor parte de tener una enfermedad mental es que la gente espera que te comportes como si no la tuvieras”.

Esa dicotomía de víctima y verdugo lo convierte en el villano perfecto.

Él es nuestro lado menos humano.

Pero en él reside nuestra esperanza por cambiar el mundo.

Que ya lo dice Frank Sinatra…

I said, that’s life (that’s life) and as funny as it may seem
Some people get their kicks
Stompin’ on a dream
But I don’t let it, let it get me down
‘Cause this fine old world it keeps spinnin’ around

Nota: 9/10

35 Veranos

Hoy al despertar todo seguía en el mismo sitio.

Lo de cumplir años parece tener ese halo de trascendencia cuando en realidad no es más que un día de los trescientos sesenta y cinco del año.

Las rutinas de siempre. El paseo matutino con Luna. Al menos ya nos hemos quitado de encima la dichosa ola de calor.

Luna. Hace un año no se me hubiera pasado por la cabeza. Ya ni te cuento hace diez.

Si algo tienen los cumpleaños es que te permiten anclar perspectivas: son pequeñas montañas que tomar como referencia para mirar de donde viene uno. Mi camino, visto desde esta última atalaya, ha tenido un sinfín de giros extraños. Extraños por lo inesperado, pero supongo que de eso se trata vivir tu vida.

Hace diez años cumplía veinticinco y tengo ahora la sensación de que por aquel entonces no sabía casi ni atarme los cordones de los zapatos.

Una psicóloga hace tiempo me preguntó aquello tan tópico de dónde me veía dentro de cinco o diez años. Le contesté que casado y con hijos. No sé si lo hice porque era lo que se esperaba que dijese o porque por aquel entonces seguía escribiendo mi futuro en una cuadrícula.

Aún todavía hoy me descubro queriendo encorsetar mis decisiones en una fotografía que nada tiene que ver conmigo.

Benditos veinticinco años, pienso. Tan vacíos de responsabilidades. Como decía el poeta palentino, a nuestro parecer, cualquier tiempo pasado fue mejor.

Lo de Jorge Manrique con el tiempo pasado tiene parte de verdad y parte de drama innecesario. La diferencia entre pasado, presente y futuro es más una sensación que una pérdida real.

Cambiamos con el paso de los años. Pero no tanto como creemos, ni tanto como nos gustaría.

Cambiamos porque nuestras circunstancias cambian. No hay cuadrícula que valga.
Te das cuenta en días como este, donde los planes no son los mismos, ni las personas que te acompañan, ni la rutina con la que buscamos controlar nuestro tiempo. Difícilmente hace diez años podría haber imaginado mi vida hoy.

Sacas a pasear a un perro que te dijiste que jamás tendrías, envías a 1500 km de distancia un mensaje que te dijiste que jamás enviarías. Ahora ya no haces planes a cinco o diez años y miras al futuro con menos inocencia, pero quizá con más seguridad en ti mismo.

De eso va lo de cumplir años. No es más que tiempo que pasa. Números en un calendario a los que a veces adjuntas recuerdos.

Y yo voy ya por treinta y cinco veranos.

Crítica: Chernobyl (2019)

Sumergirte plenamente en el drama de uno de los momentos que pusieron en jaque a toda la humanidad. Pasar de la estupefacción al terror absoluto. Disfrutar de lo que siempre tuvo que ser el cine: una forma maravillosa de relatar historias.  

Chernobyl (2019, HBO) es una joya pulida con la delicadeza que exige el momento histórico que cuenta y nos ofrece cinco episodios de un altísimo nivel. Una narración que se mastica con calma y que se saborea una y otra vez, advirtiendo todos los matices, pero dejando espacio para nuestra propia reflexión.

Valery Legásov, ingeniero nuclear de la extinta URSS, es el catalizador de una historia que me ha hecho recuperar la fe en la televisión comercial y en especial, tras el descalabro absoluto de Juego de Tronos, en HBO.

Así, a través de las situaciones que tuvo que vivir Legásov después del desastre de Chernóbil, entendemos un poco más las razones que nos llevaron al borde de la catástrofe nuclear absoluta.

No es tanto la reproducción de uno de los momentos más críticos de nuestra historia reciente, sino la forma de contarlo. Esto va más de crear una atmósfera que envuelve cada escena, de cómo se cuenta bien una historia para que el espectador se vaya sintiendo en cada instante más y más enredado en su tela de araña.

HBO nos ha regalado esta pequeña pero gran obra maestra para endulzar nuestro amargo 2019 cinematográfico y nos devuelve la esperanza por lo que esté por venir.

Muy recomendable

9/10

El adiós de Juego de Tronos

Es el tema de conversación en muchas reuniones de amigos, en muchas cafeterías. También en largas peroratas en Twitter aderezadas con los típicos debates sine die. Cientos de artículos analizan una y otra vez contenido y continente exprimiendo hasta la última gota evaluable.

El caso es que en unas horas Juego de Tronos, la serie, el trasatlántico insumergible que abanderaba la oferta de contenidos de la plataforma HBO, transitará por sus últimos minutos.

El esperado final.

La conclusión de una historia que comenzó allá por un ya lejano 2011 con Eddard Stark, Señor de Invernalia, Guardián del Norte. Mucho ha llovido desde entonces, muchos se han ido y otros tantos han llegado.

Ocho años después, la epopeya ideada por Martin terminará su adaptación televisiva y más allá de las quejas, de defensores y detractores, me cuesta enormemente no sentir un poco de tristeza ante su despedida. Pese a que Gandalf decía aquello de que no todas las lágrimas son amargas, las de este adiós tienen el sabor del recuerdo inexistente. De lo que pudo llegar a ser, pero no quiso o no fue capaz.

Nunca fui un gran fan de la serie.

A diferencia de los libros, que me parecieron de un interés notable, la serie de televisión, sumida en un esfuerzo titánico de adaptar una saga de novelas de enormes proporciones, se quedó siempre en ese limbo extraño, intentando llegar a un punto que nunca existió.

Y, pese a todo, supo mantenerse erguida. Se defendió con uñas y con garras. Con fuego y sangre. Con actores que han dado la talla y con una producción técnica admirable en muchos momentos.

Si uno hace el ejercicio de desembarazarse de la pesada maldición que todo libro proyecta sobre su adaptación, Juego de Tronos es, en sí misma, una serie atrayente. Un baile ambientado en una pseudo-Edad Media, un juego de poder y traiciones, de amistad, amor y muerte, donde el espectador pasea por una delicada inestabilidad alimentada por el miedo que surge de alejarse de los cánones del género: ningún personaje es vital, ningún arco argumental parece destacar sobre el otro como sucede en otras historias. La imprescindibilidad del héroe se sustituye por lo temporal de la existencia. Toda pieza de este ajedrez de codicia y poder tiene un valor intrínseco y extrínseco por aparecer.

No existe una línea definida entre el bien y el mal porque la realidad del mundo nunca pudo definirse de esta forma y en esto, tanto serie como libro, ejercen un efecto intenso sobre el observador. La ansiedad ante lo desconocido emerge con una potencia que no tienen series de características parecidas, en las que los roles tienen un exceso de definición.

Y así, todos, personajes aparentemente principales y caracteres secundarios, juegan un papel ambiguo, difuso, que te obliga a hacer el esfuerzo de no aferrarte a ninguno de ellos. A dar por plausibles todas las posibilidades.

Hasta ahora.

En los últimos episodios, aunque todo esto comenzase a gestarse tiempo atrás, los guionistas (no sé si George RR Martin tiene alguna parte de culpa en esto), decidieron lanzar por la borda todas y cada una de las señas de identidad de Juego de Tronos, terminando por convertirlo en un Titanic a la deriva.

Y alejándose de su esencia se acercaron al fuego abrasador de lo común. De lo evidente. De lo mil veces visto.

El paradigma del héroe que se convierte en villano por el rechazo de la sociedad. Que en su propia miseria existencial decide tomar el camino que lo aleja de todo lo que una vez amó porque concibe que sólo a través del miedo podrá alcanzar aquello que siempre ha codiciado.

El maquiavélico villano que muere en medio de una epifanía donde pide perdón a sus dioses y a su verdadero amor por todos sus pecados y que se muestra en toda su debilidad ante la presencia de la muerte.

Los personajes secundarios que se mantienen en su rol de secundarios. Que aportan valor porque contribuyen al desarrollo de la historia pero que su presencia es desdeñable y en momentos hasta innecesaria.

En definitiva, Juego de Tronos ha pasado de ser una canción que cantarían los bardos hasta el final de los días, a convertirse en un triste cuento olvidado en la vieja estantería.

Poco se puede hacer ya. El final de esta historia aportará las dosis de costumbrismo y tradición que terminarán por enterrar del todo a una historia que quiso ser diferente. Quizá más humana, más trágica. Pero que, como Ícaro con sus alas, tal vez se acercó demasiado al sol de los estudios de Hollywood y a las garras del márketing superficial que gobierna hoy todo.

Y ningún giro final inesperado, ningún cambio de última hora, recuperará a este muerto viviente que apura sus últimos momentos de vida, porque ya se han encargado unos y otros de arrancarle de las entrañas aquello que una vez le hizo tener luz propia.

Reseña: La Luna es una cruel amante (Robert A. Heinlein)

A los libros de ciencia ficción siempre les he pedido que me propongan un futuro relativamente creíble pero que, además, hagan volar mi imaginación hacia caminos que no hubiera transitado con anterioridad.

Una historia común, en un futuro próximo.

Robert A. Heinlein decide tomar la dirección opuesta y plantear como futuro algo que ha sucedido innumerables veces en la historia de la humanidad: descubrimos un trozo tierra, nos creemos que nos pertenece, lo explotamos y al final la gente que vive allí decide que ya está bien de tanta broma y trata de independizarse.

Imaginemos por un momento que lo de viajar a la Luna se simplifica. Pongamos que hacemos un “Australia” con ella y enviamos a todos los presos con condenas a largas a pasar allí el resto de sus vidas. Una suerte de pena de muerte selenita.

Y, lo más interesante de todo, supongamos que esa gente desarrolla una sociedad con unas normas adecuadas a las características de nuestro satélite, lo cual conforma una cultura y una tradición propias y ajenas al resto de la Tierra.

Ya tenemos todo lo que necesitamos en la coctelera ideológica para plantear una situación política análoga a las muchas a las que se enfrentaron los europeos que se consideraron dueños del mundo por un tiempo.

El carisma de los personajes y la confusión del lector.

Si a Heinlein hay que reconocerle algo, más allá de que es un narrador excelente, es su capacidad para maniobrar con la historia hasta tal punto que uno se siente verdaderamente un extranjero en medio de una sociedad que le es totalmente desconocida. Al más puro estilo del misionero que llega a las tierras por evangelizar, el autor nos relata a través de los protagonistas cómo se estructura la vida de una población que debe enfrentarse a situaciones producidas por sus especiales características físicas y sociológicas: hay muchas menos mujeres que hombres y la gravedad es mucho menor a la de la Tierra.

Una sociedad puramente matriarcal, polígama hasta límites que tambalearían hasta al más liberal, sometida al yugo de una Autoridad que rige la explotación de sus recursos.

Sus protagonistas, en especial Mannie, se construyen sobre el doble juego de la cercanía del lenguaje y la incomprensión de su cultura. Es su carisma, su forma de pensar, la que hace al lector sumirse de lleno en su discurso. Y comprarlo ciegamente.

El elemento disruptor

En medio de esta marejada de pensamientos, aparece Mike, el cognum puro. Una especie de super computador, muy al estilo de Jane en la Saga de Ender, que concibe la existencia de la humanidad como un enorme juego en el que divertirse.

Su participación en el devenir de los acontecimientos resulta tan crucial como interesante desde el punto de vista ideológico: uno se pregunta hasta qué punto situaciones que se dan en la novela no se están produciendo ya en la actualidad.

Una historia conocida y un final que invita a reflexionar

Lo que sucede a lo largo de la novela tiene muchas similitudes con muchos capítulos históricos conocidos. El desenlace, como no puede ser de otra forma, también. Pero es la contextualización de la historia la que obliga al lector a realizar un ejercicio de reflexión. A hacerse preguntas para las que ya consideraba tener una respuesta clara.

Resulta que no.

Que quizá sí que estemos condenados a repetir nuestra historia.

Una y otra vez.

Nota: 8/10

La última temporada de Juego de Tronos: un tibio inicio.

Aviso: Este artículo contiene spoilers (revelaciones de la trama) de la octava temporada de Juego de Tronos.

Una serie de las dimensiones de Juego de Tronos siempre corre el mismo riesgo: levantar más expectativas de las que es humanamente posible responder.

Ayer llegaba a España el primer episodio de la octava y última temporada de la historia que narra las aventuras de Poniente y lo hizo con un arranque demasiado en tierra de nadie.

En busca del carisma

En primer lugar quizá lo más relevante del final de la última temporada y el comienzo de esta es que dos de los personajes con más fuerza han comenzado una relación amorosa. Peligroso camino que transitar porque se trata de un concepto ajeno a la esencia de la serie, más centrada en las intrigas políticas que en los paseos a lomos de dragones entre risas y arrumacos.

Del resto de personajes el episodio nos da una mínima pincelada de todos ellos, como queriéndonos convencer de que todos son importantes y que tendrán su papel en el devenir de los acontecimientos.

Este intento de cubrir todos los flancos deja a este primer episodio en la incómoda situación de querer decir mucho y terminar contando poco.

Arcos argumentales conectados

El final de la séptima temporada terminó por conectar muchos de los arcos argumentales que, hasta la fecha, habían tomado caminos distintos. Esta variedad de contextos dotaba de dinamismo a la serie y permitía cambios rápidos de entornos y de personajes. Ayer todo transcurrió entre Invernalia y Desembarco del Rey. Todos los personajes comparten ahora escenario y el resultado es la sensación de que la historia no avanza.

Cersei

Mención aparte merece la todavía reina Cersei Lannister.

Es uno de los personajes con más proyección prácticamente desde el episodio uno. Se ha ido construyendo a sí misma, conformando lo que parecía una batalla entre dos grandes mujeres en un mundo hecho para los hombres. Sin embargo, ella también se contagia de la fragilidad argumental del episodio, se diluye entre escenas y termina aparentando ser una sombra de lo que en su día fue. Confiemos en que la historia la devuelva a su merecido lugar.

Es pronto, todavía hay esperanza

La última temporada acaba de dar comienzo. Todavía tiene mucho margen de mejora y es comprensible que este primer asalto fuera más un ejercicio de puesta en escena de las piezas del tablero de ajedrez. A medio camino entre un refresco para la memoria de los espectadores y el planteamiento inicial de lo que se prevé sea la batalla de todos los tiempos.

No perdamos la esperanza.

Siempre nos quedará Tyrion.

Crítica: Green book (2019)

Decía San Agustín de Hipona que “el buen hombre es libre, incluso si es un esclavo mientras que el hombre malvado es un esclavo, incluso si es un rey”.

Toda nuestra historia está plagada de ejemplos donde poder y moral transitan caminos opuestos, donde los desequilibrios que impone una sociedad injusta lastran las vidas de quienes padecen esas injusticias.

Cuando, con el devenir de los años, miramos hacia atrás con la óptica condescendiente de quien se cree que el progreso se da también en los valores humanos, nos llevamos las manos a la cabeza al observar las tropelías que cometimos con nuestros iguales. Y, en un ejercicio de hipocresía máxima, se nos olvida analizar las que hoy en día seguimos cometiendo.

Las justificamos con las excusas más peregrinas porque necesitamos indudablemente sentirnos cómodos en este equilibrio de realidad y engaño.

Green book (2019) es, paradójicamente, una oda a muchas de las virtudes del ser humano y, a la vez, una bofetada a nuestra supuesta superioridad moral.

Dirigida por Peter Farrelly, la película nos relata cómo se fraguó la relación de amistad entre Tony Lip, un matón italoamericano y Don Shirley, un grandísimo pianista negro, en plena década de los 60. Farrelly esboza la realidad del sur norteamericano de aquella época donde ser de raza negra equivalía a ser poco más que un animal, y nos pone en la piel de aquellos que, a pesar de sufrir la marginación y el desprecio de la sociedad, nunca perdieron su dignidad.

La química surge de forma innegable entre Viggo Mortensen, que interpreta de forma magistral al malhablado Lip, y el delicado y sutil Mahershala Ali, que da vida al virtuoso pianista. Una química que conecta directamente con las emociones del espectador, que le permite identificarse con ellos y que, al final, le obliga a hacer un ejercicio de reflexión.

Durante el viaje que realizan por todo el sur de aquellos no tan lejanos Estados Unidos, la relación entre ambos personajes crece al mismo tiempo que el choque cultural se hace patente y el blanco comienza a entender qué significa ser negro en una sociedad racista.

La película adolece de cierta tendencia al buenismo y a la dicotomía moral: los malos son muy malos, los buenos, aunque a veces no lo sepan, son muy buenos. La sociedad nunca fue así. Hay que aceptar esa licencia (entendamos que uno de los productores es el hijo del verdadero Tony Lip) si, a cambio, verla implica pensar que el racismo y la xenofobia nunca se fueron de nuestra sociedad.

Y es que, pese a estar ambientada hace 50 años, Green Book nos retrata actitudes, situaciones e incluso expresiones tristemente actuales.

No está de más caer en la cuenta de que si nos escandaliza que existiera un libro para poder viajar siendo negro por el sur de los democráticos y libres Estados Unidos de América, quizá sería buena idea dejar de alentar a quienes repiten esos mensajes de odio y desprecio a lo diferente escondidos tras los colores de una bandera.