Una de las consecuencias de hacerse mayor es que la mitad de las cosas que creías verdades absolutas hace 10 años ahora no te las crees ni aunque te paguen por ello.

De entre esas medias verdades destaca una que es para mí de un divertido sangrante: esa imagen idílica del amor perfecto y para siempre. Condenados como andamos con las redes sociales y la cultura de lo inmaculado, nos movemos por las movedizas arenas de una vida donde los errores emocionales suelen terminar pagándose tarde y a un precio elevado.

El amor ni es perfecto, ni, estadísticamente hablando, es para siempre. Pero pese a todo, como buenos seres humanos que somos, nos empeñamos hasta el hastío por convertirnos en salmones del cauce de un río que lleva millones de años transcurriendo igual.

Que no sea perfecto lo asumimos tarde o temprano. Bien porque de tanto besar la lona reconocemos que compramos la moto que nos vendían, admitimos que las medias naranjas solo sirven para hacer zumo y entonces comenzamos la aventura de aceptarnos a nosotros mismos primero y a nuestra compañía después. O bien porque nos convertimos en expertos en maquillaje y retoque y nos vale con vivir engañados lo que nos resta de vida.

Lo de que no sea para siempre ya nos molesta un poco más. Acostumbrados como estamos a amores de dos horas con final feliz, construimos en nuestro imaginario un proyecto vital que, entre otros aspectos, incluye a nuestra pareja ideal como epílogo de nuestra vida. Como si al encontrarla estuviésemos escribiendo ya las últimas palabras de nuestra historia. Una especie de cima coronada. De objetivo fundamental cumplido. Y claro, pasa que describimos con mimo y todo lujo de detalles la cita perfecta, la noche de pasión soñada, el viaje a Japón y la boda en Las Vegas. Si me apuras, hasta nos aventuramos a imaginarnos el día que nos enseña entre lágrimas el predictor y nuestra vida cobra el sentido que parece que no tenía hasta entonces.

Y, de repente, sucede que hay una nueva mañana. Te despiertas y te encuentras con un nuevo capítulo que escribir en esa novela que creías terminada. Descubres que la imagen del amor estático y para siempre es uno de esos anuncios de teletienda.

El amor es, en realidad, un ejercicio de decisión. Todos los días, sin excepciones, decides compartir tu mundo y todo lo que eso conlleva, con la persona que se despierta a tu lado.

Si piensas que no lo estás haciendo es porque ese ejercicio se lo estás cediendo a algo o alguien: a las circunstancias, a la inercia, a tu pareja, al tarot o a tu santísima madre que no puede verte soltero y acumulando gatos.

Esa decisión implica, además, que tenemos el derecho a ejercer nuestra libertad individual. Decidimos amar, o más bien deberíamos decidir amar porque nos compensa. Y si un día te despiertas y descubres que llevas tiempo equivocándote, no pasa nada. Si vemos bien rescindir nuestro contrato con Vodafone cuando cambian las condiciones del servicio, no veo por qué no hacer lo mismo si nuestra relación ha dejado de aportarnos lo que necesitamos.

No está la vida como para andar regalando días escondidos detrás de excusas.

Lo que ocurre es que decidir es una actividad de riesgo que conlleva actuar ejerciendo una responsabilidad absoluta sobre lo que decidimos. Nadie nos enseñó a responsabilizarnos de nuestras propias decisiones y a estas alturas uno llega a pensar que es tarde para aprender, que quizá no merece la pena el esfuerzo. Muchos se siguen empeñando en creer esa visión de un amor que fluye bajo el torrente de la pasión desmedida, de los no puedo vivir sin ti, de mi vida eres tú y sin ti no soy nadie, hipotecando inconscientemente su futuro.

Pero la realidad es otra. Uno no ama, no se deja llevar. Uno decide amar. Como uno decide luchar por un futuro mejor o decide sentarse a esperar a que la vida pase.

Y en esa capacidad de decisión radica el éxito de nuestras relaciones personales, de nuestras posibilidades de ser verdaderamente felices.