Blog personal de Sergio Madrigal donde encontrar textos sobre ciencia y tecnología, psicología, cine y literatura y quizá alguna cosita más.

Mes: enero 2019 (página 1 de 1)

Cadenas invisibles

El mueble que hay en el comedor de casa de mis abuelos es un mueble de esos de toda la vida. Grande. Enorme. Tanto que uno no alcanza a contar los huecos, estantes y vitrinas que tiene. Una vieja radio hace de director de orquesta en el centro mientras van apareciendo a su alrededor cuberterías, vajillas, copas, botellas de vino y enseres de todo tipo. Tiene incluso una de esas puertas abatibles donde mi abuelo guardaba los licores. Todavía me viene a la memoria el olor a coñac cuando la abríamos para coger los dados y las barajas de cartas en aquella época en la que los primos que nos juntábamos en vacaciones éramos los suficientes para poder jugar a cualquier cosa.

En lo más alto de ese imponente mueble se muestran las fotografías de las bodas de todos los hijos de mis abuelos. Todas guardan el mismo patrón: de pie, a los lados, los padrinos; a veces mis abuelos, a veces mis tíos. Sentados, con una expresión seria a medio camino entre el pavor y la condescendencia, los novios. Recuerdo que de pequeño sentía cierta mezcla de miedo y admiración por esas fotos. Había una parte tétrica en esas imágenes descoloridas de gente seria, engalanada con lo que suponía habría sido la moda quince o veinte años atrás, con la mirada fija sobre todos los nosotros, juzgando con severidad con sus miradas.  Al mismo tiempo, ver a mis padres o a mis tíos mostrando esa lozana juventud ponía en entredicho mi concepto de la edad del universo, que por aquel entonces rondaría la cifra de diez años a lo sumo.

Saco del baúl de los recuerdos esas fotografías en lo alto del mueble de mis abuelos porque esa especie de lúgubre visión de todas ellas gobernando por encima de nuestras cabezas, como invisibles jueces que lo evalúan todo, me ha hecho pensar en que hoy todavía seguimos encadenados a fantasmas invisibles.

Nos creemos adalides de una sociedad libre. Libertad que nos conjuramos en ejercer cuando nuestra vena revolucionaria post-adolescente nos empuja a enfrentarnos a la realidad de las responsabilidades. Nos decimos que somos libres de elegir nuestro destino. Que el camino solo lo marcan nuestros pasos.

Todo es una patraña de proporciones inconmensurables. Nunca fuimos libres. Al menos no lo somos la inmensa mayoría de nosotros.

De forma sutil pero permanente, la semilla de la normativa social se planta y germina en nuestro interior desde bien pequeños. No es algo evidente. Uno no puede detectarlo a simple vista. Pero existe. La conforman casi todas las relaciones sociales consideradas aceptables por nuestro entorno, que no hacen sino reforzar esa imagen de lo que está bien. También está en los gestos de desaprobación de nuestros padres o nuestros amigos al hablar de una situación que se sale de esa supuesta normalidad.

Aprendemos a querer, a desear esa fotografía en lo alto del mueble. Se convierte en nuestro objetivo vital y entorno a él orbitan todos nuestros pasos. Caminamos, no construyendo nuestro futuro, sino dirigiéndonos hacia él.

El destino sí está escrito. Lo escribimos nosotros cuando consciente o inconscientemente decidimos que el sello de calidad de la felicidad lo establece una hipoteca, una boda, un hijo y las vacaciones en un apartamento en la playa.

Incluso los que intentamos razonar en contra de ese dogma nos topamos con el muro de una construcción mental que lleva años fraguándose a fuego lento. “Está mal”. Está mal no casarse. Está mal vivir de alquiler. Está mal no tener hijos. Aquellos valientes que deciden vivir al margen de la normativa suelen ser mirados con miedo o desprecio. No forman realmente parte de la sociedad. Son el “amigo rarito” que todos tenemos.

Tu felicidad ya no la defines tú, la define el número de productos que has tachado ya de esa lista de la compra vital.

El problema añadido llega cuando se alcanza el objetivo y colocamos orgullosos nuestra propia foto en lo alto del mueble.

Es ahí cuando algunos, tal vez los más afortunados, descubren el engaño. Entienden, quizá por primera vez en sus vidas, que vivieron encadenados a un propósito invisible. Que sus caminos los llevaron ahí porque ahí es donde tenían que llevarlos.

Tenían que.

No hay esclavitud más del siglo XXI que la que traen nuestros fantasmas en forma de “tengo que”. Son esas cadenas invisibles que nos atan a una sociedad que sigue nutriéndose de matrimonios felices, de familias sonrientes, de vidas de estudio fotográfico.

Hoy hemos cambiado el mueble de los abuelos por el marco digital, por las fotos en Instagram, por las publicaciones de Facebook llenas de palabras vacías extraídas de algún intento de poeta moderno. Pero seguimos viviendo con las mismas cadenas.

Mientras, mis abuelos, mis padres y mis tíos siguen juzgando el paso del tiempo desde lo alto del mueble. Observan complacientes y con esa mirada sobria parecen querer decir que todo marcha bien, que las cosas siguen en su sitio.

Como tiene que ser.

Eclipses

Esta madrugada se ha producido un eclipse lunar, ese fenómeno en el que la Tierra se coloca entre la Luna y el Sol y proyecta su sombra sobre la primera produciendo el extraño efecto de hacer desaparecer a nuestro satélite del firmamento.

Más allá de lo interesante del acontecimiento astronómico, es curioso como muchos de nosotros también sufrimos nuestros propios eclipses.

Al igual que sucede con los eclipses lunares, algo o alguien aparece en nuestras vidas y se coloca entre nosotros y nuestra fuente de luz, nos proyecta su sombra y nos termina por distorsionar. Nos aleja de nosotros mismos y nos convierte en alguien desconocido.

Los eclipses personales tienen un componente de riesgo añadido: pueden llegar a ser permanentes. Si los mantenemos, si les dejamos echar raíces, nos pueden llevar a desdibujarnos y hacernos perder parte de nuestra identidad.

Tal y como pasa con los eclipses lunares o solares, que pueden ser predichos con cierta antelación, también los eclipses personales se pueden detectar antes de que sucedan. Aquellos que nos rodean pueden llegar a ver algunos signos que los preceden e incluso llegar a advertirnos. Lo complejo de los eclipses personales es que, aun habiéndolos identificado, resulta difícil salir de ellos.

Pero no todo es negativo. Si logramos escapar suelen dejar un poso de aprendizaje en nosotros, una especie de cicatrices o cráteres en nuestra personalidad, que nos alejan de futuros fenómenos de características similares al sensibilizarnos ante sus síntomas. Fortalecen nuestra identidad y nos dan la oportunidad de aprender a enfrentarnos a los vaivenes de la vida con una mayor sensación de control de nuestras emociones.

Coincide que esta madrugada hemos podido ver, además, lo que se conoce como Luna de Sangre. Se trata de una peculiaridad de algunos eclipses en los que la Luna aparece completamente teñida de rojo.

Esta alteración lunar, muchas veces asociada a fenómenos esotéricos o mágicos, tiene detrás, en realidad, una explicación científica: la Tierra filtra la amplia mayoría de frecuencias de la luz del Sol pero deja pasar la luz roja.

Y así, como le sucede a la Luna, nuestros eclipses deciden seleccionar qué filtran y descartan de nuestra personalidad y qué dejan pasar. Aunque aparentemente nosotros seamos los mismos, nuestros eclipses terminan desfigurándonos, convirtiéndonos en caricaturas de lo que un día fuimos o de lo que verdaderamente queremos ser. Envuelven nuestra existencia de esa atmósfera ilusoria y nos venden realidades propias de un anuncio de teletienda.

Los eclipses lunares son acontecimientos únicos, de alguna manera, como también son los personales: un momento donde lo místico se funde con lo científico y uno no es capaz de encontrar la frontera entre lo lógico y lo emocional, donde es sencillo perderse y donde lo más importante, como en casi todo en esta vida, es no alejarnos demasiado del faro de nuestra identidad.