Blog personal de Sergio Madrigal donde encontrar textos sobre ciencia y tecnología, psicología, cine y literatura y quizá alguna cosita más.

Mes: agosto 2018 (página 1 de 1)

Crítica: Sharp Objects (2018)

Cuando tras la deliciosa aunque brutal Animales Nocturnos supe de la existencia de una serie de HBO protagonizada por la irresistible Amy Adams, no lo dudé y me lancé a por ella.

Venía acompañada de una genial crítica y se decía de ella que mezclaba componentes de True Detective (la primera temporada, es decir, la buena), Mindhunter e incluso algo de Hereditary. Con estas referencias, la serie corría un alto riesgo de ser o bien una auténtica joya o un lamentable fiasco. 

Y lo cierto es que ha sido lo primero, o incluso mejor.

La serie

Sharp Objects (HBO, 2018), es una serie de 8 episodios de alrededor de una hora de duración que narra la historia de Camille Preaker, una joven periodista que vuelve a su pueblo natal a cubrir la noticia del asesinato de una niña y la posterior desparación de otra. 

Su regreso la llevará a rememorar su infancia y, con ella, los fantasmas que la llevan persiguiendo toda su vida. 

Así, Camille deberá, por un lado, tratar de desvelar qué y quién hay detrás de la muerte y desaparción de esas niñas, pero al mismo tiempo, por otro, lidiar con sus atormentados recuerdos. 

¿Por qué es tan buena?

Más allá de que la trama ya es interesante por sí misma, Sharp Objects destaca por un elemento clave en prácticamente cualquier obra audiovisual: su pluscuamperfecta forma de narrar la historia.

Los personajes que conforman el relato se van descubriendo, poco a poco, al ritmo que impone el discurrir de los acontecimientos. El entorno, un pequeño pueblo de Missouri, contribuye a asentar los cimientos de una narrativa opresora. La construcción de cada uno de ellos es inmensa, en especial la protagonista. En cada escena en la que ella aparece se esbozan las líneas que describen los rasgos de una persona torturada por su pasado y su propia mente.

Y junto a ella, el resto del elenco se suma en esta tétrica pero estéticamente maravillosa ópera, aportando los sonidos que terminan por conformar una melodía dramática, asfixiante, que sume al espectador en una lucha constante por desentrañar las miserias de cada uno de ellos. 

El desenlace no solo termina por redondear definitivamente el conjunto de la obra, sino que le añade un epílogo que enmudece al auditorio, que ya solo puede escuchar el zumbido de sus propios pensamientos. 

Una delicia en ocho bocados

Ya dicen que el mejor de los perfumes suele venir en frasco pequeño. Sucedió con True Detective, incluso con Westworld. Ocho horas de metraje que sirven a Jean-Marc Vallée para envolvernos en el sofocante pueblo de Wind Gap, en las miradas acusadoras de sus ciudadanos, en los monstruos que toda familia guarda en el armario. 

Ocho horas de luces y sombras proyectadas sobre la esencia misma del alma humana.

Muy recomendada.

Nota: 8/10

Esto no es una vida feliz

Cuando en 1928, el belga René Magritte comenzó su serie de cuadros bajo el título de «La traición de las imágenes» poco podía prever lo relevante e interesante que podía ser su mensaje noventa años después. 

De entre esa serie de cuadros, el más famoso es el que lleva el texto «Ceci n’est pas une pipe» (Esto no es una pipa) junto con la imagen de lo que, a todas luces, parece ser una pipa.

La traición de las imágenes de René Magritte

La intención del artista era mostrar la diferencia entre la representación gráfica de un objeto y el objeto en sí mismo y cómo dicha representación podría llevarnos a engaño.

Magritte y las redes sociales

Las redes sociales nacieron con un firme objetivo: interconectar a los ciudadanos del mundo mediante una plataforma que les permitiera comunicarse e intercambiar información. Sin embargo, tras años de constante evolución e integración nuestra vida diaria, su uso parece haber trascendido el propósito inicial. 

Ahora, plataformas como Facebook, Twitter o Instagram forman parte de una rutina diaria, son medio de comunicación, sistema de negocio, y, lo que resulta preocupante, fuente de infinidad de trastornos. 

Volviendo a Magritte, la clave de su cuadro reside en la interpretación. Todos los seres humanos interpretamos: disponemos de una serie de sentidos que nos conectan con el mundo real y, una vez obtenemos la información de éste, la evaluamos y actuamos en consecuencia. 

En esa interpretación nuestro cerebro puede proyectar sus experiencias, sus necesidades, sus miedos o sus intenciones y acortar la interpretación mediante atajos. En general, el mecanismo funciona bien porque nos ahorra esfuerzo cognitivo.

En cambio, con las redes sociales funciona rematadamente mal. 

En esta era de culto a la imagen, donde ese capitalismo con piel de cordero ha entrado silenciosa y definitivamente en nuestras vidas, la felicidad se ha convertido en un producto más.

Un producto que se puede comprar, que se puede vender y que, por descontado, se puede mostrar maquillado con cientos de filtros. 

Así, mediante esas redes sociales que buscaban acercar la cotidianidad a nuestras casas, hemos erigido monumentos a dioses malditos: a vidas felices momentáneas, a sonrisas estáticas, a miles de instantes capturados con la única e imperiosa necesidad de ser compartidos con el resto. 

¿Y por qué?

Concibo un doble objetivo en esta nueva forma de vida. En esta nueva necesidad de capturarlo todo para poder publicarlo en una plataforma virtual. El primero, evidente por fundamental, es que sirve de alimento para nuestro ego enfermo. Crecimos anestesiados por una cultura que orbita entorno a vidas de anuncio y nos hemos convencido de lo necesario de formar parte del cuadro. La única forma de demostrarnos que es así es haciendo que nuestro grupo social de referencia lo crea. De ahí esa necesidad de que nuestra foto, nuestro vídeo, nuestro «momento», reciba miles de visitas, cientos de «likes». Buscamos la aprobación del resto. Que nos digan, aunque sea indirectamente, que sí, que es verdad, que somos verdaderamente felices.

El otro es consecuencia del primero. Consideramos esa visión reducida de la vida de los demás como único elemento interpretativo de sus vidas. Ya no nos interesan sus historias, ya no resulta tan atrayente una tarde tomando un café y resolviendo los problemas del mundo, las experiencias ya no son algo que se experimente. Ahora todo se consume y, como buenos voyeurs de la felicidad ajena, devoramos el producto que otros nos pretenden vender.

Lo hacemos porque lo empleamos como regla sobre la que medir nuestra propia felicidad. Y en ese juego con el que le hacemos trampas a nuestro cerebro, comenzamos a vivir la vida a través de los demás.

Esto no es una vida feliz

Porque no lo es. 

Porque lo que son esas cientos de miles de fotografías de personas disfrutando de sus mejores vacaciones, sus momentos únicos e inolvidables una y otra vez, sus historias irrepetibles, no son vidas felices.

Son una pipa dibujada en forma de sonrisa y momento único y un mensaje que debería retumbarnos en la cabeza cada vez que las vemos: «ce n’est pas une vie heureuse»

Esto no es una vida feliz.

Crítica: Han Solo (2018)

Para comprender Han Solo: Una historia de Star Wars, hay que entender que La Guerra de las Galaxias no es una saga sino un concepto que trasciende a las películas y que plantea los cimientos sobre los que construir toda una mitología.

Lo que en su momento George Lucas ideó y conformó en esas tres primeras y sorprendentemente exitosas películas es simplemente el esbozo de una imagen de proporciones inimaginables.

Han Solo: una historia de Star Wars, es un capítulo aparte, como una novela de entretiempo que, ambientada en el vasto mundo de las galaxias lejanas, cuenta una pequeña y breve historia sobre un joven pirata galáctico y cómo inició su andadura en el hiperespacio. Nada más. Pero nada menos.

Muchos se sintieron decepcionados por no encontrar en ella la épica que uno espera de una película de la saga. No se identificaron con una historia quizá demasiado plana. El problema es que esto no es una película de la saga sino una película basada en la historia que hay detrás de la saga. El matiz es fundamental. Entender que, mientras Han se enfrenta a sí mismo, a sus fantasmas del pasado y a su primer (aunque no último) escarceo amoroso, en paralelo la caída de la República sigue imparable y el Imperio gana día a día poder. En esos momentos de caos político, grandes Sindicatos del crimen campan a sus anchas por la Galaxia, sometiendo a los pueblos a sus propios intereses. La pobreza asola todos los ricones de la Galaxia y todos hacen lo posible por sobrevivir.

Todo esto sucede de forma sutil, sin necesidad de grandes batallas, haciendo que la película pueda aparentar ser pequeña cuando la comparamos con el resto, pero cumpliendo, con creces, su cometido: entretener.

La obra es interesante desde un punto de vista estético: fotografía y banda sonoras cuidadas y una actuación a la altura de lo que se espera de un producto “Star Wars”, pero lo es más desde un punto de vista conceptual, al presentarnos el origen de varios de los grandes personajes de la saga y relatarnos una historia que encaja y que explica la evolución política y social de los planetas de la Galaxia.

Nos muestran, como hizo en su día el Episodio VII, que la corrupción y la vileza que ha traído consigo el Imperio son el germen necesario para el nacimiento de la Rebelión, para el surgir de una nueva esperanza.

Interesante apuesta.

Nota: 6/10

Crítica: Your Name (2016)

Hay una cosa que me fascina especialmente de la animación japonesa y es su forma propia de tratar las emociones y las relaciones interpersonales. Es como si todo ese bagaje cultural oriental fuera la base para poder describir con sutilidad pero sin llegar a ser cursi, sentimientos tan potentes como el amor y la amistad.

Your Name ( 君の名は, Kimi No Nawa), dirigida por Makoto Shinkai viene a demostrar esta espléndida capacidad de desarrollo argumental. Disfruté en su día otra de las películas del director japonés: Cinco centímetros por segundo en la que Shinkai hacía gala de su mimo por la animación cuidada y su búsqueda de transformar una historia simple en una perfecta metáfora de la vida. 

Esta vez, en cambio, parte de una premisa que aleja al espectador de la historia, mezclando realidad, sueños y fantasía y planteando un argumento de cruces de personalidades que se acerca más a la comedia. Sin embargo, la película va ganando entidad a pasos agigantados, cimentando la construcción de un relato que eclosiona en sus últimos 20 minutos de una forma prácticamente mágica.

La vida es toda una suma de situaciones. El tiempo, en realidad, forma parte de un continuo, de ese hilo invisible que interconecta acontecimientos, personas, almas. Es lo que el pequeño pueblo de Itomori conoce como musubi: un vínculo entre todas las cosas.

Así, nuestros actos, nuestras casualidades, el pasado, el presente y el futuro, no son más que giros y enredos de ese todo que parece estar escrito en la eternidad. Y, tarde o temprano, terminaremos por encontrar ese lugar, esa persona, ese momento que parece que andamos buscando sin saber muy bien por qué.

Una verdadera maravilla de la animación japonesa.

Nota: 8.5/10