Conviene reparar en un hecho fundamental e inherente a nuestra especie, su marcada condición social. Es sorprendente que al final de la cadena evolutiva encontremos un organismo que nace altamente indefenso y cuyos sentidos distan mucho de estar maduros y operantes.

Para muchos, esta circunstancia es una seña indudable de que la riqueza de nuestra especie no reside en las capacidades individuales sino en la facultad de cooperar y trabajar en grupo.

(Tomasello, 1999; Vygotski y Luria, 1930/1993).

Y es así como podremos construir un mundo mejor. Cuando entendamos que ya desde nuestra tierna infancia nuestros genes, nuestra herencia, nuestro legado de miles de años de presencia en la Tierra, de millones de años de lenta y constante evolución, nos han llevado a asimilar la cooperación y la interacción social como los pilares fundamentales sobre los que asentar el desarrollo humano.

Me gusta pensar que dentro de algunos años la humanidad haya sido capaz de alcanzar su cenit evolutivo, sorteando los obstáculos autoimpuestos por las propias sociedades y haya podido encontrar el camino hacia un mundo totalmente interconectado fundamentado en el equilibrio de fuerzas, en el respeto y en la suma.

Sé que tal vez es un pensamiento demasiado optimista, más si cabe en los tiempos que corren en los que son más los que se empeñan en restar y en mirar hacia otro lado que en construir proyectos de sociedades nuevos y adaptados a los nuevos tiempos.

Pero soñar, otro de los grandes pasos evolutivos de nuestra querida humanidad, es gratis. ¿verdad?