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El adiós de Juego de Tronos

Es el tema de conversación en muchas reuniones de amigos, en muchas cafeterías. También en largas peroratas en Twitter aderezadas con los típicos debates sine die. Cientos de artículos analizan una y otra vez contenido y continente exprimiendo hasta la última gota evaluable.

El caso es que en unas horas Juego de Tronos, la serie, el trasatlántico insumergible que abanderaba la oferta de contenidos de la plataforma HBO, transitará por sus últimos minutos.

El esperado final.

La conclusión de una historia que comenzó allá por un ya lejano 2011 con Eddard Stark, Señor de Invernalia, Guardián del Norte. Mucho ha llovido desde entonces, muchos se han ido y otros tantos han llegado.

Ocho años después, la epopeya ideada por Martin terminará su adaptación televisiva y más allá de las quejas, de defensores y detractores, me cuesta enormemente no sentir un poco de tristeza ante su despedida. Pese a que Gandalf decía aquello de que no todas las lágrimas son amargas, las de este adiós tienen el sabor del recuerdo inexistente. De lo que pudo llegar a ser, pero no quiso o no fue capaz.

Nunca fui un gran fan de la serie.

A diferencia de los libros, que me parecieron de un interés notable, la serie de televisión, sumida en un esfuerzo titánico de adaptar una saga de novelas de enormes proporciones, se quedó siempre en ese limbo extraño, intentando llegar a un punto que nunca existió.

Y, pese a todo, supo mantenerse erguida. Se defendió con uñas y con garras. Con fuego y sangre. Con actores que han dado la talla y con una producción técnica admirable en muchos momentos.

Si uno hace el ejercicio de desembarazarse de la pesada maldición que todo libro proyecta sobre su adaptación, Juego de Tronos es, en sí misma, una serie atrayente. Un baile ambientado en una pseudo-Edad Media, un juego de poder y traiciones, de amistad, amor y muerte, donde el espectador pasea por una delicada inestabilidad alimentada por el miedo que surge de alejarse de los cánones del género: ningún personaje es vital, ningún arco argumental parece destacar sobre el otro como sucede en otras historias. La imprescindibilidad del héroe se sustituye por lo temporal de la existencia. Toda pieza de este ajedrez de codicia y poder tiene un valor intrínseco y extrínseco por aparecer.

No existe una línea definida entre el bien y el mal porque la realidad del mundo nunca pudo definirse de esta forma y en esto, tanto serie como libro, ejercen un efecto intenso sobre el observador. La ansiedad ante lo desconocido emerge con una potencia que no tienen series de características parecidas, en las que los roles tienen un exceso de definición.

Y así, todos, personajes aparentemente principales y caracteres secundarios, juegan un papel ambiguo, difuso, que te obliga a hacer el esfuerzo de no aferrarte a ninguno de ellos. A dar por plausibles todas las posibilidades.

Hasta ahora.

En los últimos episodios, aunque todo esto comenzase a gestarse tiempo atrás, los guionistas (no sé si George RR Martin tiene alguna parte de culpa en esto), decidieron lanzar por la borda todas y cada una de las señas de identidad de Juego de Tronos, terminando por convertirlo en un Titanic a la deriva.

Y alejándose de su esencia se acercaron al fuego abrasador de lo común. De lo evidente. De lo mil veces visto.

El paradigma del héroe que se convierte en villano por el rechazo de la sociedad. Que en su propia miseria existencial decide tomar el camino que lo aleja de todo lo que una vez amó porque concibe que sólo a través del miedo podrá alcanzar aquello que siempre ha codiciado.

El maquiavélico villano que muere en medio de una epifanía donde pide perdón a sus dioses y a su verdadero amor por todos sus pecados y que se muestra en toda su debilidad ante la presencia de la muerte.

Los personajes secundarios que se mantienen en su rol de secundarios. Que aportan valor porque contribuyen al desarrollo de la historia pero que su presencia es desdeñable y en momentos hasta innecesaria.

En definitiva, Juego de Tronos ha pasado de ser una canción que cantarían los bardos hasta el final de los días, a convertirse en un triste cuento olvidado en la vieja estantería.

Poco se puede hacer ya. El final de esta historia aportará las dosis de costumbrismo y tradición que terminarán por enterrar del todo a una historia que quiso ser diferente. Quizá más humana, más trágica. Pero que, como Ícaro con sus alas, tal vez se acercó demasiado al sol de los estudios de Hollywood y a las garras del márketing superficial que gobierna hoy todo.

Y ningún giro final inesperado, ningún cambio de última hora, recuperará a este muerto viviente que apura sus últimos momentos de vida, porque ya se han encargado unos y otros de arrancarle de las entrañas aquello que una vez le hizo tener luz propia.

La última temporada de Juego de Tronos: un tibio inicio.

Aviso: Este artículo contiene spoilers (revelaciones de la trama) de la octava temporada de Juego de Tronos.

Una serie de las dimensiones de Juego de Tronos siempre corre el mismo riesgo: levantar más expectativas de las que es humanamente posible responder.

Ayer llegaba a España el primer episodio de la octava y última temporada de la historia que narra las aventuras de Poniente y lo hizo con un arranque demasiado en tierra de nadie.

En busca del carisma

En primer lugar quizá lo más relevante del final de la última temporada y el comienzo de esta es que dos de los personajes con más fuerza han comenzado una relación amorosa. Peligroso camino que transitar porque se trata de un concepto ajeno a la esencia de la serie, más centrada en las intrigas políticas que en los paseos a lomos de dragones entre risas y arrumacos.

Del resto de personajes el episodio nos da una mínima pincelada de todos ellos, como queriéndonos convencer de que todos son importantes y que tendrán su papel en el devenir de los acontecimientos.

Este intento de cubrir todos los flancos deja a este primer episodio en la incómoda situación de querer decir mucho y terminar contando poco.

Arcos argumentales conectados

El final de la séptima temporada terminó por conectar muchos de los arcos argumentales que, hasta la fecha, habían tomado caminos distintos. Esta variedad de contextos dotaba de dinamismo a la serie y permitía cambios rápidos de entornos y de personajes. Ayer todo transcurrió entre Invernalia y Desembarco del Rey. Todos los personajes comparten ahora escenario y el resultado es la sensación de que la historia no avanza.

Cersei

Mención aparte merece la todavía reina Cersei Lannister.

Es uno de los personajes con más proyección prácticamente desde el episodio uno. Se ha ido construyendo a sí misma, conformando lo que parecía una batalla entre dos grandes mujeres en un mundo hecho para los hombres. Sin embargo, ella también se contagia de la fragilidad argumental del episodio, se diluye entre escenas y termina aparentando ser una sombra de lo que en su día fue. Confiemos en que la historia la devuelva a su merecido lugar.

Es pronto, todavía hay esperanza

La última temporada acaba de dar comienzo. Todavía tiene mucho margen de mejora y es comprensible que este primer asalto fuera más un ejercicio de puesta en escena de las piezas del tablero de ajedrez. A medio camino entre un refresco para la memoria de los espectadores y el planteamiento inicial de lo que se prevé sea la batalla de todos los tiempos.

No perdamos la esperanza.

Siempre nos quedará Tyrion.