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Crítica: Spider-Man: No Way Home

A Marvel se le están empezando a ver las costuras del gigantesco traje por el que llevan años arrasando en taquilla.
Un universo que empezó con pasitos tambaleantes y que terminó convirtiéndose, Thanos mediante, en una imperial obra de culto para los amantes del cómic. Ese universo hoy se enfrenta a desafíos complejos con los que lidiar para poder mantenerse vivo.

La prueba es esta tercera entrega del Spider-Man de Tom Holland. Una milimetrada producción que destila olor a producto prefabricado desde su primer minuto, con el único objetivo en mente de contentar a los miles de fans de la saga.

Muchos de estos fans surgieron, precisamente, al inicio de esta especie de nueva edad dorada del mundo Marvel en el cine.

Esos mismos fans, más pronto que tarde a este paso, terminarán cansándose si las obras del MCU tienen tanto de epicidad enlatada y tan poco de verdadera historia.

Mucho ruido y pocas nueces

Hace poco un amigo utilizaba el concepto de la cultura del shock para describir cómo estamos tendiendo, cada vez más, hacia la necesidad de que todo esté embadurnado en ese halo de misticismo épico. Esa heroicidad de lo gigante que ha pasado de ser la excepción a ser una exigencia.

Cuando tus esfuezos se vuelcan en generar en tu público la constante sorpresa y en transmitir la idea de que estás ante lo más grande jamás visto, sueles perder en el camino la esencia de toda película: su historia.

Aunque parezca que se nos está empezando a olvidar, perdidos entre epopeyas con banda sonoras legendarias, el cine, la litertura, el teatro, nacen de la necesidad humana de contar historias.

Así que Spider-Man es mucho de grandiosidad al peso y muy poco de relato que atrape. Una historia circular carente de interés, simple, evidente hasta decir basta, que termina impactando negativamente en los personajes hasta llegar a rozar el ridículo.

Lo que en otro tiempo eran comentarios socarrones que aligeraban la tensión evidente de estar intentando salvar al mundo de su destrucción se han convertido en psuedo monólogos, muchas veces sin gracia, que rellenan muy poco de las carencias de la historia.

Buenos actores para una historia tan simple como intrascendente

Si algo hemos de agradecerle a Marvel es volver a permitirnos ver a Zendaya en la pantalla grande. Desde Euphoria, pasando por Dune y terminando en esta última película del hombre araña, esa mujer tritura la pantalla y la devora sin dejar ni las migajas. Tom Holland aguanta el tipo pese a que el guión se empeñe en hacerle parecer cada entrega más infantil e inmaduro.

Del resto, poco que decir, muy enfocados en ese jueguecito de prestidigtación que es toda la película. Una ilusión que busca encontrar en la melancolía del espectador la justificación de que no tiene mucho que contar.

Muchas referencias, mucha conexión, mucho multiverso, pero todo termina reducido a cenizas cuando detrás de tanto efecto especial y tanto trampantojo te das cuenta de que lo que te han contado se cae por su propio peso.

Y ahora…

Como en todas las películas del universo Marvel, hay una escena (o dos) post-créditos que enlazan con lo que está por venir. Y, siendo honestos, esperanza hay poca. Tengo la sensación que los grandes momentos de este universo ya han pasado, que ahora toca exprimir la gallina de los huevos de oro y eso significa mucho producto y poca calidad.

Alguna última alegría nos llevaremos, eso seguro, pero poco más le vamos a poder pedir.

Nota: 6/10

Huir de la trampa de la inmediatez

Si para algo he de reconocer que me ha servido esta pandemia es para atiborrarme a libros de psicología, de autoayuda (no confundir con lo primero) y de productividad personal (que viene a ser lo mismo que lo segundo pero dándole cierta apariencia de lo primero).

Las herramientas, los consejos, las ideas que subyacen a toda esta gran fábrica de humo suelen ser siempre las mismas. Pese a nombrarlas de mil maneras distintas y hacer uso de grandes experiencias de personas que alcanzaron el éxito, todo se reduce a reutilizar descubrimientos realizados por la psicología desde mediados del siglo pasado.

Durante años la psicología del aprendizaje y la psicología de la atención han estudiado lo que ahora muchos pretenden mostrarnos como la herramienta definitiva para triunfar.

Sin embargo, entre tanta morralla y basura dialéctica, hay elementos comunes. Hemos crecido (y algunos, directamente, nacido), en la cultura de lo inmediato y eso está teniendo unas consecuencias desastrosas en nuestra vida diaria.

Los circuitos del placer.

Nuestro cerebro tiene un funcionamiento complejo. Tanto que todavía hoy nos queda mucho camino que recorrer en la investigación psicológica y psiquiátrica. No obstante, los mecanismos sencillos, que son la base de muchas de nuestras conductas, sí que han sido largamente estudiados y eso nos ha permitido comprender mejor nuestro comportamiento.

El Condicionamiento Clásico (CC).

Uno de los grandes hitos en la psicología, que llegó incluso a traspasar las barreras de la investigación para convertirse en parte de nuestra cultura general fue el descubrimiento, por parte del filósofo ruso Iván Pávlov, de lo que comunmente se conoce como el Condicionamiento Clásico.

El Condicionamiento Clásico relaciona las conductas con estímulos de tal forma que los comportamientos pueden verse condicionados mediante la asociación de estos estímulos.

El caso más conocido es el de los experimentos con perros, en los que el estímulo incondicionado (EI) era el olor de la comida y la respuesta incondicionada (RI) era el acto reflejo de salivar como respuesta al olor. El experimento consistía en asociar un estímulo neutro (EN) en relación a la comida, como era el sonido de una campanilla, cada vez que se presentaba el EI. De esta forma, se establecía un circuito de condicionamiento cerebral por el que el perro asociaba el EN con el EI y, por tanto, activaba su RI: cada vez que sonaba la campanilla, el perro salivaba.

El Condicionamiento Clásico abrió las puertas a un enorme desarrollo teórico y práctico de la psicología influyendo en lo que, unos años más tarde, el psicólogo estadounidense B.F. Skinner llamaría el Condicionamiento Operante.

El Condicionamiento Operante (CO).

El Condicionamiento Operante es clave en la comprensión de muchas de nuestras conductas adquiridas a lo largo de nuestra vida, puesto que pone de relieve la relación entre la ejecución de un comportamiento y un circuito reforzador asociado que hace que esa conducta se mantenga.

Cuando realizamos una conducta, si esta se ve acompañada de un refuerzo, esto es, algo que activa de alguna forma nuestros circuitos del placer, la conducta tenderá a mantenerse y repetirse.

Siguiendo con los ejemplos de experimentos, si Pávlov hizo famoso a su perro, Skinner haría lo propio con su paloma.

La caja de Skinner

CONDICIONAMIENTO OPERANTE - CAJA DE SKINNER - YouTube
La pobre paloma de Skinner.

Skinner desarrolló un sistema mecánico por el que, si se accionaba algún tipo de mecanismo: un interruptor, un botón, etc., la máquina proporcionaba comida. Aquí se ven los dos elementos fundamentales del condicionamiento operante: una acción activadora de la conducta y el reforzador.

La paloma, después de varios intentos, descubría que pulsando la palanca recibía comida y al poco tiempo se observaba cómo repetía esta conducta siempre que tenía hambre: había aprendido a hacerlo.

El refuerzo inmediato

Es importante comprender el concepto clave del condicionamiento operante: el refuerzo. Cuanto más contiguo sea el refuerzo a la conducta, más se establecerán vínculos entre ambos y mayor será la tendencia a repetir el comportamiento.

Existe una ligera variación de esta relación: el refuerzo intermietente, fundamental en, por ejemplo, las máquinas tragaperras: aquí el refuerzo no se produce siempre, lo cual induce al individuo a repetir más veces la conducta con la intención de encontrar antes el «premio».

Sea como sea, la contigüidad entre conducta y refuerzo es vital para que el comportamiento perdure y esto tiene un impacto importante en la forma que tenemos de aprender las cosas, en nuestras rutinas adquiridas y en nuestra forma de relacionarnos con el ambiente y el resto de personas.

La cultura de la inmediatez

Ambos condicionamientos han sido una pieza fundamental en la comprensión de nuestra capacidad de aprendizaje y, lo que es todavía más interesante, se convierten en una importante herramienta para la manipulación de nuestra conducta.

Esto, evidentemente, no pasó desapercibido para los psicólogos de la época y durante décadas desarrollaron una intensa labor de investigación para comprender hasta dónde llegaba nuestra relación con estos condicionamientos. A su vez, las conclusiones de estos estudios llegaron a los despachos de los equipos de márketing de muchas empresas, viendo en este vínculo una oportunidad de negocio sin límites.

Hoy tenemos condicionamientos en prácticamente todo lo que hacemos, llegando a un punto en el que parece que vivamos con el piloto automático puesto:

  • Hay condicionamiento clásico en las notificaciones del móvil. Nuestra necesidad de estar hiperconectados nos empuja a comprobar compulsivamente nuestro teléfono para ver si hemos recibido un nuevo mensaje, una nueva información de que somos geniales a ojos de desconocidos o que alguien de nuestro círculo ha publicado algo que podamos evaluar. Todas estas respuestas nacen de un sonido, de una vibración, de una pequeña luz de nuestro terminal. Ahí tenemos el estímulo que desencadena nuestra compulsión. Sobra decir que no creo que sea el único que ha «sentido» como le vibraba el móvil en el bolsillo y ha comprobado que se lo había imaginado.
  • Hay refuerzos positivos inmediatos en el consumo de comida basura. Las comidas hipercalóricas e hipersazonadas activan múltiples circuitos del placer de forma casi inmediata (cosa que no ocurre, lamentablemente, con un plato de acelgas hervidas). Esa sensación de inmediatez mantiene reforzada la conducta. Incluso el sentimiento de culpa posterior puede servir como empuje para repetir las conductas de forma compulsiva.
  • Nos encontramos con estímulos condicionados asociados al consumo de televisión o de internet. Las plataformas de streaming quieren que consumas sus contenidos. Que lo hagas ya, y no dejes de hacerlo. Por eso promueven el consumo masivo, por eso implementan técnicas cada vez más intrusivas para que te sientas inclinado a consumir: enlazan episodios sin pausa, te bombardean con portadas impactantes y epiosidios nuevos cada día. Buscan que los uses como mecanismo de evasión de una vida real cada vez más aburrida y gris.
  • Vemos el condicionamiento operante actuar en las redes sociales en forma de likes y comentarios. Este es, quizás, el más evidente y, sin lugar a dudas, el más tóxico puesto que vincula refuerzos de conductas dañinas con el impacto en la autoestima que tienen las redes sociales. Cada vez que publicamos algo en alguna red social, inconscientemente (o no), estamos exponiendo un pedazo de nosotros, más o menos real, al juicio del resto. Su respuesta, en forma de me gustas, comentarios o mensajes, activa nuestra percepción de formar parte de un grupo social, nos hace sentirnos bien y, por tanto, refuerza la conducta. Este circuito se repite tantas veces que se convierte en adictivo hasta el punto de que las personas publican por necesidad de recibir el refuerzo, su droga.

Hay algo más: el cortoplacismo.

Vivir tan rodeados de la necesidad de refuerzos inmediatos ha tenido otra consecuencia añadida que, quizá, haya pasado más desapercibida: en todo lo que hacemos buscamos la aparición del refuerzo de forma inmediata.

Nos cuesta ver el final del camino y exigimos nuestra gratificación en el momento. De lo contrario, nos sentimos estafados por el sistema y buscamos en otras actividades ese premio que nos ha sido injustamente negado.

Hemos crecido tan obsesionados con nostros mismos, tan seguros de que somos los protagonistas únicos de una película ganadora de 14 Oscars, que cuando la realidad nos abofetea de la más mínima forma, nos rebelamos huyendo hacia entornos menos exigentes.

El problema es que tanto los grandes proyectos como las más pequeñas aventuras suelen requerir aceptar que el refuerzo, el resultado placentero, no aparezca en el momento. Tenemos que esperar, aprender a ser pacientes, a continuar con aquello que empezamos y aceptar a que sea dentro de un tiempo, o quizá nunca, cuando alcancemos el objetivo por el que empezamos.

El enemigo principal: el tedio.

Con un cerebro tan acostumbrado a recibir descargas de placer de forma contigua a cualquier actividad, nuestra respuesta a la necesidad de ser pacientes suele ser la misma: aburrimiento y evitación. Nos cansamos pronto de una actividad que no genera placer inmediato. La cambiamos por otra (quizá más simple, quizá más tóxica) que sabemos que si que nos proporciona lo que buscamos.

Lo mismo sucede antes situaciones que supongan un desafío emocional o cognitivo: ya no queremos enfrentarnos a ellas, sino que buscamos estados donde la exigencia sea baja y podamos disfrutar de no pensar en nada mientras nos se nos proporciona el placer que nos merecemos.

Las conductas de evitación son esos impulsos que parecen irresistibles. Nos mueven a desconectarnos de la realidad para sumergirnos en la soledad del aislamiento. Ya lo dicen muchos: somos la sociedad más conectada de la historia y, a su vez, la que más sola se ha sentido jamás.

La conclusión que arrojan todas estas situaciones es la misma: vivimos tan ofuscados por los resultados que se nos olvida que la mayor parte de la vida es un proceso continuo. No hemos aprendido a disfrutar del camino, nadie nos ha enseñado a valorar los pasos que nos separan de la futura meta y, cuando la percibimos lejos, cambiamos automáticamente de objetivo.

Difícil solución, aunque no imposible.

Muchos de estos comportamientos son aprendidos, lo cual nos permitiría eso que tanto se ha puesto de moda: aprender a desaprender. Pero es algo que requiere de un esfuerzo individual para el que muchos no estamos preparados, ni disponemos de las herramientas necesarias para ello.

En un mundo cada vez más perezoso, resulta complicado imaginar a toda una sociedad como la nuestra reflexionando sobre sus propias carencias y deshaciéndose de esas conductas tan tóxicas: es mucho más fácil dejar pasar el tiempo, amargarnos, y culpar a lo que nos rodea de nuestros males.

Aún así, hay esperanza, o, al menos, yo no la pierdo: se puede ejercitar la mente, desde una perspectiva constructiva y aceptando que van a ser muchas las derrotas en este camino hacia una vida más plena, pero menos inmediata.

Podemos descubrir los fallos en esas conductas, cazarnos y desactivar esa cadena de decisiones erróneas. Es posible aprender de nuevo a disfrutar de las actividades que nos resultaban aburridas o evitables y ver en el proceso una nueva forma de placer, más allá del resultado final.

En definitiva, llegar a ver en el fracaso una oportunidad de intentarlo de nuevo y entender que hay mucho más placer en el camino, que en el destino.

¿Qué es la conformidad social y cómo nos afecta?

¿Qué es la conformidad social?

Nuestra herramienta clave como especie: la socialización

Está escrita en nuestra genética, grabada a fuego durante cientos de miles de años de evolución, una conducta que nos ha permitido desarrollarnos como especie: la socialización y nuestra capacidad de integración.

Una de las características asociadas a nuestra necesidad innata de integración social es el desarrollo de conductas encaminadas a la aceptación de las normas del grupo. Su incorporación como parte de nuestro sistema de valores y comportamientos juega un papel doble: por un lado fomenta nuestra sensación de pertenencia al grupo, mientras que por el otro permite que el grupo nos acepte como integrantes del mismo.

Este comportamiento, pese a su carácter adaptativo, tiene asociadas conductas que pueden llegar a ser nocivas para el individuo.

La conformidad social

Credit: ullstein bild via Getty Images/ullstein bild

La conformidad social es un fenómeno estudiado en 1932 por el psicólogo Arthur Jeness y desarrollado posterioremente por el psicólogo social Solom Asch en 1951. Consiste en el cambio de una creencia o una conducta por parte del individuo para encajar en el grupo social al que pertenece o quiere pertenecer.

Para demostrar su existencia y su impacto, Asch realizó una serie de experimientos que mostraron la potencia de la conformidad social en los individuos.

Experimento

Los sujetos del experimento fueron un grupo de estudiantes, todos sentados en una misma sala, y a los que se les pidió que realizasen tareas sencillas de evaluación de imágenes. Debían juzgar, por ejemplo, la longitud de determinadas líneas y cuáles eran, a su parecer, más largas o más cortas.

El sesgo de conformidad: siguiendo el rebaño (I) | by Hugo Sáez | Medium
Un ejemplo de uno de los ejercicios del experimento de Asch.

Dentro del grupo de sujetos del estudio estaban estudiantes que, previamente, se habían prestado a formar parte del experimento de otra forma: eran cómplices del profesor y habían sido preparados para ir dando respuestas erróneas a lo largo del ejercicio. Lo que Asch quería evaluar era de qué forma la opinión mayoritaria del grupo tenía influencia hasta en las percepciones más evidentes del propio individuo.

Los resultados fueron sorprendentes: los sujetos estudiados iban variando sus respuestas, pese a reconocerlas como erróneas, para adaptarlas a la respuesta de la mayoría. Asch había demostrado la existencia de la conformidad social y, además, había puesto de manifiesto su enorme importancia en nuestra capacidad de juicio.

La conformidad social en la actualidad

Las redes sociales

Internet es, a día de hoy, el grupo social más grande al que pertenecemos. Es un superconjunto de conjuntos de personas conectadas por intereses comunes. Y todos, absolutamente todos, queremos sentir que formamos parte de alguno de esos grupos.

La presión social que ejercen las redes sociales sobre nuestra forma de entender el mundo, sobre cómo nos identificamos nosotros mismos, ha incrementado exponencialmente. A día de hoy, nuestro sentido de pertenencia al grupo lo marcan las influencias que adquirimos al navegar por internet.

Nuestro criterio parece menos construído a través de la experiencia y más moldeado a través de lo que las redes sociales nos muestran.

El impacto de la conformidad social en nuestro yo futuro

Al permitir que esto suceda, aunque sea de forma inconsciente, estamos cediendo parte de nuestra libertad individual. Aceptamos como válidas muchas de las informaciones que recibimos si existe tras ellas un cierto consenso social. Adquirimos determinadas conductas imitando al grueso del grupo al que queremos parecernos o pertenecer. La «mayoría» se ha convertido en un concepto variable que va modelándonos a su antojo.

El problema radica en qué modelos son los que terminan imponiéndose y por qué. Lejos de buscar extrañas conspiraciones, el dinero y sus ramificaciones son el órgano rector de estas influencias milimetradas. Hoy todo tiene el sello del consumo, de la publicidad, de la venta. Bombardeos de imágenes tremendamente filtradas que nos alejan de una realidad para acercanos a una necesidad.

No es un problema nuevo, evidentemente. Las modas han estado siempre y han tenido un impacto en la opinión pública, una capacidad de acción sobre nuestras decisiones. El cambio, aunque pase por impercetible, es que en la actualidad las modas son espúreas, las influencias vienen y van en cuestión de días.

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Cada cambio, cada giro en lo que se espera que seamos, cada aceptación e integración de lo que la mayoría considera que debemos ser, es un trozo más que perdemos de nuestra propia identidad.

Es por eso que quizá hoy más que nunca sean necesarias altas dosis de educación en filosofía: necesitamos ciudadanos que desarrollen sus capacidades de reflexión y de crítica. Que piensen, que crean en su intuición, que acepten más lo que ven que lo que les dicen los demás que deberían estar viendo.

En definitiva, que si la línea que ven es más corta, sean capaces de ir en contra del resto para defender sus propios principios.

Reseña: En la arena estelar – Isaac Asimov

Ser fan absoluto de un determinado escritor no debe ser un obstáculo para observar su obra con espíritu crítico. Es saludable reconocer aquellas propuestas que no cumplen lo esperado o que se quedan lejos de lo que uno está acostumbrado.

El genio inconfundible de Isaac Asimov parece tener ligado uno de los más grandes estándares de calidad en sus novelas de ciencia ficción. Sucede que, a veces, y solo muy a veces, esos estándares pueden no terminar de alcanzarse.

Así pasa en «En la arena estelar», la primera de las precuelas de la Fundación que Asimov escribe el mismo año que la primera de las novelas de la trilogía, pero que se queda orbitando a años luz de ésta.

Se atisban lo que suelen ser las características que definen las novelas de Asimov: tecnología, personajes con potencia narrativa, estructura y giros en la narración. Pero todo es superficial, todo se queda en un quiero y no puedo, en un intento por llegar a algún sitio que, a la postre, no existe.

Una historia endeble con unos personajes predecibles

Biron Farrell es un joven que acude a la Tierra en busca de información. Un intento de asesinato desencadena una reacción de situaciones que le llevarán a diferentes mundos, participar o ser espectador de altas traiciones y de manipulaciones políticas mientras el segundero de un reloj consume los últimos instantes de su huída hacia adelante.

Sin embargo, pese a esta buena premisa, todo es predecible: los personajes, tanto el propio Biron como Artemisa oth Hiniriad, heredera al trono de uno de los planetas más importantes de la galaxia, son moldes tan prototípicos que conoces su desarrollo y desenlace casi desde el momento en el que te los presentan.

No siempre se gana

Toda la historia hace aguas por su excesiva simplicidad. Incluso el final, gran arma de Asimov en casi toda su extensa bibliografía, se diluye como un triste azucarillo en un vaso de agua a medio llenar: acabas, aceptas la derrota casi por primera vez, y confías en que la siguiente novela reconstruya este desastre.

Nota: 5 / 10.

El adiós del mito

Decía George Bernard Shaw que en la vida existen dos grandes tragedias: una es no lograr aquello que el corazón ansía; la otra es alcanzarlo.

Maradona murió ayer.

Para entender la trascendencia de la figura basta con escuchar el eco que ha dejado su marcha.

Cuenta Valdano en su preciosa elegía que hay algo perverso en una vida que te cumple todos los sueños. Maradona es el epítome pluscuamperfecto de esa enfermedad que aqueja nuestro tiempo, ese éxito empaquetado y vendido a precio de saldo para que todos podamos consumir un poco de él y seguir con nuestras vidas.

Yo nací tarde, con un Maradona consagrado en el olimpo futbolístico, demasiado pequeño para comprender su grandeza, para disfrutar de su ascenso a los cielos en aquella memorable recorrida histórica entre ingleses. Al tren del fútbol me subirían mucho más tarde otros magos de la pelota.

Pero en mi memoria el genio argentino tiene su hueco de la mano del elogio de mi padre cada vez que hemos hablado de él: «nunca habrá un jugador igual», me repite. Y, con el tiempo, me lo he terminado por creer. Porque a un padre no se le discute casi nada, y menos en términos futbolísticos y porque Maradona ha sido capaz de mantenerse como dios incontestable entre ídolos de barro. Pese a su caída en desgracia. A pesar de ese descenso a los infiernos de quien comete el terrible error de cumplir su único sueño en un mundo donde la verdadera felicidad está proscrita. La tragedia de su vida se resume en ese partido contra Inglaterra: él nunca quiso ser Dios, sino un simple mortal, villano y héroe, pero extraordinario.

Maradona ha sido el paladín de los últimos resquicios de un fútbol romántico que hoy se ahoga entre patrocinios y publicaciones de Instagram. El último gran héroe de la pasión desmedida por la pelota que trascendió la cancha para entrar en todas las historias personales de quienes vivieron su tiempo.

De ahí que el eco de su despedida resuene fuerte en los pechos de millones de personas: de las que lo disfrutaron y hoy rememoran sus propias historias enlazadas por siempre con aquel gol o aquella gambeta imposible, pero también de las que lo conocimos de oídas, sentados en el sofá mientras un padre orgulloso nos describía su manera irrepetible de llevar la pelota pegada al pie.

Crítica: Tenet (2020)

La fascinación que surge alrededor de una creación humana suele estar relacionada con la importancia que tiene en nuestra vida.

El tiempo es un elemento nuclear de nuestra realidad: desde que el hombre es hombre, el tiempo ha existido con él.

Tenet como historia.

Tenet de Christopher Nolan es el enésimo ejercicio de fascinación por el tiempo. Su esencia, como película y como relato, reside en deshacerse casi por completo de las cuerdas que sostienen nuestra concepción temporal y hacerlo sin que por ello la historia pierda credibilidad.

Tenet es una historia de espías, muy al estilo de James Bond o Misión Imposible, pero con un trasfondo filosófico y conceptual tan complejo que hace que la película se retuerza entre dos frentes. Por un lado el relato mil veces contado: el espionaje, la lucha héroe – villano, salvar al mundo. Por otro, la propuesta filosófica inherente: soltarnos sin paracaídas a una realidad donde el tiempo deja de ser el tiempo que conocemos.

Esta dualidad entre lo mil veces contado y la idea novedosa hace de Tenet una historia interesante, divertida y atrayente para el espectador.

Tenet como película

A nivel cinematográfico, Tenet es, una vez más, un regalo de Nolan a la superproducción con sus tres elementos fundamentales por todo lo alto:

Grandes actores representando grandes papeles.

John David Washington como protagonista junto con un extremadamente interesante Robert Pattinson como acompañante. Ambos sostienen toda la tensión narrativa con fuerza y empeño y logran que la película no pierda dinamismo. Si hubiera que ponerle algún pero, Kenneth Branagh es quizá el que, sorprendentemente, más hace cojear al reparto.

Una enorme banda sonora.

Nolan prescinde en Tenet de su talismán Hans Zimmer (que anda entretenido trabajando para Dune). Su sustituto, Ludwig Göransson, demuestra unas dotes inmejorables para el blockbuster con una banda sonora a la altura del peliculón que es Tenet.

Una historia contada con el mimo por el detalle.

Christopher Nolan es esto, una producción de proporciones descomunales con detalles en muchos aspectos que demuestran que detrás hay trabajo y mucho estudio. Cuando vas a ver una de sus películas pagas, precisamente, por algo así. Por eso Origen, Memento o Interestelar son tan rematadamente buenas. Por eso Tenet se suma a la lista de sus grandes obras.

Tenet como concepto

Si por algo Nolan es famoso es por rodar películas con cierta complejidad narrativa que obligan al espectador a hacer ejercicios de comprensión, primero, y de reflexión, después.

La comprensión, en Tenet, se complica algo más que en sus predecesoras como Origen o Interestelar: aquí la historia se va desarrollando como en una especie de Matrioska de relatos para que sea al final cuando todo cobre un sentido último y global.

La reflexión posterior es tremendamente interesante: la percepción subjetiva del tiempo, romper con las normas que nos sujetan a la linealidad temporal o aceptar otras perspectivas acerca de algo que siempre hemos considerado que se comporta de igual manera, desde los inicios de nuestra historia.

Romper con las normas impuestas por nosotros mismos cuando creamos un abstracto como el tiempo nos conduce a situaciones llenas de paradojas y de contradicciones.

De esas paradojas suelen surgir nuevos pensamientos que abordan los problemas actuales con ópticas distintas y así, el ser humano, en conjunto, progresa al siguiente estadio de su evolución.

La historia detrás de Tenet bien puede considerarse un ejercicio para profundizar en esa línea de pensamiento. Para enfrentarnos con nuestras contradicciones y entender que todavía estamos lejos de comprender nada.

Y, al mismo tiempo, aceptar que es el proceso de comprensión lo que nos hace avanzar, lo que nos obliga a replantearnos todo una vez más con la esperanza de ver algo distinto en este nuevo intento.

Nota: 9/10

Reinicio post-confinamiento

Comienza un verano atípico y nos pilla a todos inmersos en una fase de transición tras muchas semanas metidos en casa.

El confinamiento ha sido un suceso totalmente inesperado que, nos guste o no, no solo nos ha pasado factura en nuestra forma física, sino que ha tenido una importante incidencia a nivel psicológico

Cómo nos ha afectado

Nuestro cuerpo y en especial nuestro cerebro funcionan siguiendo los conocidos procesos homeostáticos: esto no es más que la tendencia innata a buscar situaciones de equilibrio. Por eso tenemos una capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias que nos permite sobrevivir ante los cambios.

Lo que sucede es que esta adaptación lleva asociado un coste necesario. Tras la sorpresa y la incertidumbre que produjo la obligación de permanecer en casa, de iniciar el trabajo de forma remota o de estar rodeado de la familia las 24 horas del día, sentimos que nos “acostumbrábamos” al cambio.

Esa adaptación trajo la generación de nuevas rutinas y la aparición, de forma indirecta, de nuevas conductas aprendidas: desde cosas tan sencillas como no olvidarse la mascarilla al salir de casa como desarrollos más complejos asociados con trastornos relacionados con las enfermedades (TOC, TEPT, etc.)

Claves para minimizar su impacto

Pese a que hemos vuelto a una especie de normalidad pre-COVID, nada más lejos de la realidad. Debemos ser conscientes de que todavía no estamos al final de este duro camino combatiendo a la enfermedad y que, además, esta nueva adaptación a la nueva realidad no va a ser directa.

Por eso os propongo algunas ideas que hagan de este aterrizaje en la nueva realidad algo un poco menos forzoso y más llevadero.

Aceptar la nueva normalidad

Un paso previo crucial para llevar a cabo esta adaptación es asumir que esta mal llamada normalidad nueva, no es más que una fase de anormalidad más con las libertades ligeramente extendidas. Seguimos metidos de lleno en un proceso a escala global de lucha contra una enfermedad grave y contagiosa.

Que podamos hacer más cosas que hace dos semanas no significa que podamos recuperar nuestra vida anterior. Las cosas han cambiado y hemos de aceptar ese cambio.

Nuevas rutinas

Al hilo de esa aceptación de la nueva normalidad vendría la creación de nuevas rutinas. De poco sirve empeñarnos en recuperar nuestra vida antes de que estallase la pandemia, pero sí que es importante recuperar la sensación de control que perdimos el mismo día que nos dijeron que no podíamos salir de casa.

Los seres humanos estamos muy acostumbrados a vivir en entornos controlados y cualquier elemento que ponga en riesgo esa situación es un generador puro de ansiedad y malestar.

Una forma de combatir estas emociones es, precisamente, creando nuevas rutinas que nos permitan tener un día a día relativamente predecible.

Es un buen momento para iniciarnos en algún hobby, para empezar algún proyecto, para aprender alguna habilidad y hacerlo de forma periódica nos terminará por transmitir que volvemos a tener el mando de nuestra vida.

Actividad física

Lo de “mens sana in corpore sano” no solo es una buena frase de márketing. También es una necesidad que tenemos que cubrir. Está claro que a este verano ya no llegaremos para lucir abdominales, pero las endorfinas que segregamos tras realizar algún deporte y todavía mejor si es al aire libre, son vitales para mantenernos sanos y alegres durante todo este proceso.

Actividad de ocio

Ligado al deporte, ligado también a esas nuevas rutinas, está en qué vamos a dedicar nuestro tiempo de ocio. Esta nueva normalidad viene con muchas limitaciones y hemos de ser conscientes de ellas. Pero, a pesar de ellas, el tiempo libre es algo fundamental que debemos cuidar. Nueva normalidad implica, en este caso, nueva forma de pasar nuestro tiempo libre. Quizá debamos posponer nuestro viaje a las Islas Fiji y cambiarlo por unos buenos paseos por la sierra de Asturias.

Relaciones personales

Por último, y probablemente más importante, es que debemos seguir potenciando, aún en la distancia en algunos casos, nuestra red social. Es fundamental en contextos como el actual, tan llenos de incertidumbre y de miedos, la red de seguridad que proporciona nuestro entorno: amigos, familiares, parejas… El confinamiento ha supuesto una prueba de estrés para muchos de estos vínculos y es momento de relajar y reconstruir. Cuidar esas relaciones personales es clave para enfrentarnos acompañados a los desafíos que esta pandemia global está trayendo e, irremediablemente, traerá en el futuro a corto plazo.

Crítica: Upgrade (2018)

Llevo años diciendo que no me gustan géneros determinados: no soy un amante apasionado de la ciencia ficción que aborrece hasta la médula cualquier película romántica.

A mí lo que me enamora perdidamente del cine es que sea cual sea la propuesta, sobre el tema que sea, haga que me emocione de alguna manera.

Por eso puedo decirte que Upgrade (2018), te guste o no la ciencia ficción, es una película que te va a hacer pensar y que vas a disfrutar de principio a fin.

Recogiendo un poco el testigo, aunque muy someramente, que dejó Ex Machina, Upgrade es una película futurista de las que muchos califican de Serie B, pero que hace gala de una estupenda producción y un acabado, en líneas generales, impecable.

Plantea premisas muy similares a las que pudimos ver en la obra de Garland, teniendo un desarrollo igual de coherente y obligándote a racionalizar lo que la pantalla te plantea. Ese ejercicio de racionalización es lo que lleva al espectador a considerar como plausible aquello que está viendo.

Y es que una de las características críticas en toda cinta de ciencia ficción que se precie es que el índice de plausibilidad sea elevado. Esto no es más que, tú, como espectador, dejes un margen de credibilidad a lo que la narración te propone. Si ese margen falla, por mucho efecto especial y actuación inolvidable que tenga la película, su argumento se deshace a cada minuto hasta hundirse irremediablemente en un mar contradicciones.

Upgrade es, precisamente, todo lo contrario. Su desarrollo lleva al espectador a aceptar un acuerdo por el que muchas de las cosas que se esbozan, lejos de ser increíbles, las termina considerando probables en los próximos años.

Esa cercanía con la realidad, esa proximidad presente – futuro, es lo que le permite a su director, Leigh Whannell asentar su historia entorno a las ya más que conocidas dudas acerca de la Inteligencia Artificial y la nanotecnología. Dudas que ya a día de hoy los grandes científicos y filósofos tienen sobre la mesa.

Si hay que ponerle peros a esta estupenda propuesta cinematográfica, estos están bastante relacionados con su linealidad argumental y con su aparente previsibilidad. Podría haber más riesgo, como sí lo hubo en Ex Machina, podría haber profundizado algo más en los desafíos éticos que la llegada de la IA planteará a la humanidad.

Por eso se queda un escalón por detrás de la maravilla de Garland.

Pero, pese a eso, sigue siendo una más que interesante forma de disfrutar del buen cine.

Nota: 8/10

El enésimo final de una saga. Star Wars IX: Rise of Skywalker

Esta cuarentena me he permitido ver la última de las películas de esta especie de “reboot” cinematográfico que Disney quiso inventarse al adquirir la franquicia Star Wars.

Star Wars: The Rise of Skywalker es, probablemente, la película que todo fan advenedizo de la saga estaba esperando y, sin embargo, está cargada de todos los errores que lleva arrastrando desde el Episodio VII.

Estamos ante la trilogía más prescindible de todas, aunque no sea El Ascenso de los Skywalker la peor de sus tres entregas. El problema aquí es la herencia envenenada de un cúmulo de errores de bulto en la narrativa de la saga y la búsqueda desesperada de escenas icónicas como servicio para el fan que quiere salir del cine emocionado.

Lo primero nace de una idea errónea de lo que significa relanzar una saga y lo pudimos padecer en el Episodio VII. Lo segundo, es denominador común a las nuevas tres películas como fórmula para agradar al espectador.

Con todo, no es una mala película del todo. Tiene ritmo, tiene giros menos predecibles y los nuevos personajes ganan algo de entereza ya en su recta final. El problema es que los Finn, Poe o Rey están constantemente buscando definir quiénes son y, ni siquiera cuando todo ha terminado acabas de tener claro cuál era su verdadera motivación.

Hay otros, como Kylo Ren, que fueron siempre a remolque de la sombra de lo que se esperaba de ellos y que ven como su personaje termina por desmigajarse definitivamente entre escenas muy alejadas de la originalidad de la primera trilogía y cientos de expectativas no colmadas.

Quizá sea porque todo recuerdo tiende a ensalzar las virtudes de aquello que recordamos y a suavizar los defectos. Quizá sea porque los que en aquella época eran adolescentes hoy ya son cuarentones. Yo me decanto por el hecho de que el lenguaje cinematográfico ha tenido tiempo más que suficiente de evolucionar y, sin embargo, Star Wars debía haber seguido siendo lo que fueron sus tres capítulos originales: una Space Opera sin muchas pretensiones. Un western en el espacio al que sólo le importó la sorpresa cuando reveló la realidad tras la máscara de Vader. El resto era puro entretenimiento.

El misticismo que se generó a su alrededor no fue cosa de su profundidad de guion, ni de sus enrevesadas historias con múltiples ramificaciones. Fue tan sencillo como darle al público una historia coherente y unos personajes con el carisma suficiente para que terminases enamorado de ellos.

Todos somos héroes

Con cada día que pasamos confinados, más y más capas de pintura van desconchándose por el efecto del tiempo y mejor podemos observar en toda su esencia hasta donde hemos llegado a caer como sociedad.

Yo crecí mirando hacia referentes inalcanzables, a personas que en una vida que parecía discurrir con parámetros temporales diferentes, habían llegado al Olimpo de los logros cambiando a la humanidad de alguna forma.

Esos referentes debían ser inalcanzables, porque todo lo ideal parte de la base de que jamás podrá llegar al mundo de lo real.

Pero el mundo cambió y exigió que los ídolos también pasaran el filtro de esa recién estrenada democracia. Y esa incipiente sociedad de consumo vio en ello uno de tantísimos filones para generar beneficios. Entendió que podría convencernos de algo y sacar dinero de ello.

Y así los dioses, los mitos, nacían en el mismo barrio que tú y terminaban marcando el gol de todos los tiempos, crecían jugando con los colegas en un garaje como el tuyo y revolucionaban la informática y la vida de las personas.

Ahora era posible ser un héroe: solo hacía falta esfuerzo. ¿Cuánto? Mucho. Muchísimo. Y siempre haría falta más. Aunque estuvieras lejos de alcanzarlo debías seguir esforzándote sin parar. Aunque se les hubiera olvidado añadir a esa receta del éxito que otros componentes como la suerte, el talento o el contexto social tuvieran un impacto crucial en ella. Pese a que todas esas historias de éxito absoluto llevaran un carga de márketing increíble detrás.

Para esa generación se acuñaron términos en inglés con una fuerte carga emocional. Ahora ya no eras empresario sino emprendedor. Ahora ya no montabas tu negocio sino tu start-up y nos dijeron aquello de «Si quieres, puedes».

El problema de vender humo es que, tarde o temprano, el viento lo termina disipando y, para evitar que algún niño señale al Emperador al verlo desnudo hay que correr a la máquina de humo para hacer más.

Y vaya si se hizo. Porque en esa escalada hacia la democratización del éxito, se dio un paso más, y se democratizó el talento. Todos teníamos el derecho, por una Constitución Universal, de tener talento. Estaba ahí, en algún lado escondido, solo había que encontrarlo (o que pagar por él).

Ya no es necesario, ni siquiera, el pensar en cambiar el mundo. Basta con creer mucho en nuestro talento, el que creamos que sea. Basta con mostrarlo al mundo, aunque nadie nos lo haya pedido. El cuento ha cambiado: somos todos los que vamos desnudos y absolutamente nadie se da cuenta. Somos todos los que nos creemos vestidos de nuestro propio éxito cuando, en realidad, apenas podemos taparnos con nuestras carencias y nuestras inseguridades.

El último escalón en esa carrera sin sentido hacia la democracia de lo inútil, hacia la estupidez suprema, lo hemos dado con esta cuarentena. No hace falta hacer nada. Literalmente. Nos repiten en los medios que todos, TODOS, somos héroes. Todos tenemos nuestra medalla, nuestra capa, nuestra Batcueva. ¿Por qué? Porque nos quedamos en casa y cumplimos como buenos niños lo que nos piden los expertos.

Ahora, después de todo este lento discurrir en una bajada a los infiernos del sentido común, somos nuestros propios héroes, nuestros propios referentes. Todos: los que nos quedamos en casa o los que salen de ella a hacer su trabajo. La heroicidad la estamos vendiendo al peso.

Salimos al balcón a aplaudir cada tarde, nos miramos entre nosotros con una mezcla de complacencia y orgullo y, de forma inconsciente o no tanto, nos aplaudimos a nosotros mismos.

Porque tenemos derecho.

Porque nos lo merecemos.